Un buen indicio del ánimo ciudadano ante la próxima jornada electoral está en el hecho de que, para muchos, la pregunta central no es tanto por quién votar sino para qué votar. La diferencia es fundamental en tanto señala un desplazamiento en las percepciones y expectativas ya no sobre el eventual resultado de las elecciones, sino sobre la naturaleza y utilidad de éstas.
Este desplazamiento no es capricho toda vez que condensa el merecido desprestigio de la clase política mexicana -autoridades, partidos, políticos- y el creciente escepticismo ciudadano sobre la democracia. Bajo este ánimo es que ha surgido, o mejor dicho resurgido, la propuesta de no dejar de asistir a las urnas y depositar las boletas en blanco. Así, se dice, la boleta en blanco convertiría la utilidad electiva del voto en una elocuente protesta o reproche dirigido al conjunto de la clase política del país.
La propuesta reconoce, desde luego, las limitaciones que en nuestro caso implica el voto en blanco ya que, a diferencia de, por ejemplo, España y Colombia, la papeleta en blanco no tiene repercusión alguna ni en la distribución de puestos ni de presupuestos a los partidos. Entre nosotros, el voto en blanco equivale a su anulación.
A pesar de ello se espera que, a diferencia del mero abstencionismo que emite un mensaje más bien de dejadez ciudadana, la auto-anulación del voto pueda tener cierta utilidad, adquirir cierta eficacia política.
Sin embargo, para que efectivamente se logre esta utilidad deben darse ciertas condiciones o cumplirse ciertos supuestos. Entre ellos resaltan dos. El primero es que el voto en blanco sea una opción atractiva para un número significante de ciudadanos. Un pequeño número de boletas en blanco servirá sólo para amenizar las sobremesas familiares o las discusiones entre amigos. Algunos de los promotores de la iniciativa han estimado que si entre un 10 y 15 por ciento del total de los ciudadanos que se presenten a las urnas -que, sabemos, estará muy lejos de ser el total de ciudadanos inscritos en el padrón electoral- depositan su boleta en blanco, ello sería lo suficientemente representativo como para que los partidos y candidatos, sobre todo los ganadores, se sintieran tentados a tomar en serio el mensaje de reproche. La segunda condición o supuesto es que los partidos y candidatos se den efectivamente por interpelados.
Estos supuestos son, sino un tanto ingenuos, si profundamente voluntaristas y de una muy improbable concreción: ambos implican romper una inercia muy arraigada en nuestra cultura política que, por ahora, pocos parecen estar interesados en modificar a pesar del amplio malestar ciudadano.
El primer supuesto implica ir contra el enraizado abstencionismo que distingue las elecciones intermedias. Si para el próximo verano, y casi por mera inercia, se prevé que sólo 4 de cada 10 ciudadanos acudirá a las urnas, resulta por lo menos dudoso esperar que de entre el 60% de abstencionistas una proporción significativa ahora sí decidan movilizarse para ir a votar …por nadie; por otro lado, parece igualmente dudoso esperar que entre el 40% de los votantes que sí asistirá a las urnas con la decisión de apoyar a un partido o candidato en mente, una parte importante de ellos opten por dejar de lado sus preferencias en favor de una protesta que posiblemente no comparta del todo.
¿Dónde encontrar, entonces, ese 10, 15 por ciento de ciudadanos convencidos de que el voto en blanco es realmente útil, en un contexto donde además de que el voto en blanco carece de cualquier repercusiones legal, buena parte del descontento ciudadano con los partidos y políticos provienen de la convicción de que a estos lo que piensan o digan los ciudadanos les importa menos que nada?
El segundo supuesto, que los partidos y candidatos se sientan interpelados, va también a contracorriente a los hábitos políticos vigente hoy en día. Independientemente del margen de votos en blanco que se consignen, por más enfática y masiva que sea el mensaje de reproche, debemos dar por un hecho de que ello no modificará en lo más mínimo ni la conducta ni la percepción que la clase política tiene de sí misma y de los ciudadanos a los que tan mal representa y gobierna. Más aún: la clase política conoce desde hace años que las encuestas de opinión le dice una y otra vez que está muy lejos de gozar de la confianza o aprecio de los ciudadanos. El mensaje de reprobación que conlleva el voto en blanco será mera redundancia, sino es que una nueva oportunidad para que la clase política ejerza ante los medios lo que sabe hacer tan bien, la hipocresía cívica, la redención pública de sus faltas.
Hay aquí, entonces, una aritmética electoral de suma cero: por sí mismo el voto en blanco, la protesta vía las urnas, no es un incentivo muy atractivo como para aglutinar una masa crítica de papeletas lo bastantemente representativa como para garantizar su utilidad como voto de protesta, ni parece que este tipo de protesta, más allá de su resonancia, pueda generar los incentivos adecuados para que los políticos, los partidos y las autoridades modifiquen aquellos usos y costumbres que les ha llevado a ganar tan merecidamente la desaprobación de los ciudadanos.
En 2000, en las elecciones presidenciales, se introdujo la noción de voto útil como parte de una estrategia orientada a sacar al PRI de Los Pinos. En 2015, a la vuelta de una generación, y con doce años de infructuosos gobiernos panistas, con el PRI de nuevo en Los Pinos y con un profundo deterioro en la imagen de quehacer político, la idea del voto útil ha adquirido un significado distinto, y mucho más equívoco: el de emitir una protesta ante la partidocracia.
Los quince años entre los dos significados de la utilidad del voto han definido lo que ha sido el itinerario de nuestra joven, demasiado joven, democracia. No sé si en ello hemos ganado o perdido algo, pero lo que parece urgente es recobrar el sentido original y básico de la utilidad del voto: elegir a nuestros representantes y gobernantes. En muy buena medida en ello descansa la legitimidad y utilidad real de la democracia.