Cuando yo era niña, uno de mis cuentos favoritos se titulaba “La mano peluda”. Era una historia larga y muy entretenida acerca de una niña remilgosa con la comida (¡como yo!) que tenía una gatita que se llamaba Fererica (¡como mi gatita!) y que vencía a un ogro con mucho ingenio y un recurso ligeramente extraño y anacrónico. Lo más extraño del cuento de “La mano peluda” es que la única persona que se lo sabía era mi mamá. Cuando creí y quise buscarlo me encontré con varias versiones de “La mano peluda”, que al parecer es un personaje típico de los cuentos tradicionales españoles, pero ninguna de esas historias se parecía a la que me contaba mi mamá. Frustrada, le pregunté al respecto a mi papá y me enteré de un oscuro secreto: “La mano peluda”, lo mismo que otros de mis cuentos favoritos (por ejemplo, algunas de las aventuras más delirantes del Tío Conejo y el Tío Coyote) no estaban en las antologías porque se los habían inventado al vuelo él y mi mamá (mi papá, los del Tío Conejo y el Tío Coyote; mi mamá, los que tenían gatitos, ogros, manos peludas y estructura como de cuento de hada). Según mi papá, al ser yo una escuchadora de cuentos insaciable, a veces tenían que añadir episodios o personajes más de mi gusto a cuentos ya conocidos, y a veces de plano tenían que inventarse historias completas. Eso explicaba por qué no encontré nunca la variación de Ricitos de Oro y los Tres Gatitos, pero no por qué tenía (tengo) tan vívida la imagen de un libro del que me la leían. Eso también me lo explicó mi papá: de niña me gustaba que me leyeran historias, no que las inventaran. Así que fingían leerlas de mis libros (total, yo todavía era una completa analfabeta, así que no me daba cuenta de nada). El problema era que yo tenía muy buena memoria, así que luego les pedía que las volvieran a contar y me enojaba si cambiaban el orden de los acontecimientos o si variaban detalles. Claro, ellos pensaban que eso era señal de que yo era una chiquilla inteligentísima, por encima del promedio; pero ustedes y yo sabemos que eso piensan toooodos los papás y que es una característica de toooodos los niños y niñas, ¿cierto? (así que no hagan el oso presumiendo que su hijo es niño índigo, violeta o azul pastel sólo porque les maravilla lo bien que hace algo: muy probablemente lo hacer exactamente igual que el resto de los chavitos de su edad).
En fin, lo importante de esta historia no es la inocencia de mis padres con respecto a mi brillantez. Ni siquiera se las cuento por la importancia de leerle (o inventarle) historias a los niños. Lo que les quiero compartir es un resultado colateral: el encanto que tiene hoy para mí poder disfrutar de esas historias que son exclusivamente mías. Por desgracia, mis papás jamás las escribieron; pero varias de ellas están indelebles en mi memoria, y me emocionan tanto que creo que todos deberíamos tener alguna. Como papás, mamás o tíos, bien que podemos irle creando historias especiales a los niños y niñas que amamos, ¿no? No se trata de que sean el próximo Harry Potter: basta con que sean sólo suyas. Ya si luego se derraman hacia otras imaginaciones, como en su momento hizo Alicia en el país de las maravillas, pues genial. Pero incluso si no, esas historias harán feliz a alguien por mucho tiempo.
Hablando de eso, acabo de leer los cuentos que un papá escribió para una sola niña, pero que ella, al crecer, decidió compartir con más gente. Se trata de una colección bellísima, Cuentos desde la cárcel, de Alberto Sánchez Mascuñán, publicada por JP y el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. El autor, como se pueden imaginar, estaba en la cárcel: había dejado España cuando la guerra civil pero había vuelto a su patria a luchar contra Franco y lo habían apresado. Estuvo en la cárcel durante 16 años. Y desde ahí le escribió cuentos a su hijita Blanca, que lo esperaba en México. Blanca los guardó durante muchos años y, ya adulta, decidió compartirlos. Los lectores tenemos la gran suerte de que esta edición facsimilar respeta el formato sencillo y amoroso de los libritos originales. Leerlos es asomarnos a un amor muy grande, el de un papá que quisiera contarle esos cuentos a su hija pero la tiene lejos. No son historias complejas o de esas que revolucionan el mercado editorial cada seis meses (para dejarlo tal como estaba antes), pero son historias emotivas y sinceras. Una pequeña colección que vale la pena tener en casa. Y -¿por qué no?- emular con nuestra propia imaginación y nuestro propio corazón, para que nuestros niños también tengan sus propias historias secretas.
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