El viernes pasado comenzó un incendio en la biblioteca del Instituto de Información Científica sobre Ciencias Sociales, en Moscú. Doscientos bomberos tardaron cerca de dos días en apagarlo. El acervo total del edificio es de alrededor de 14 millones de documentos y, debido a las llamas y el agua utilizada para apagarlas, fue dañado aproximadamente quince por ciento de ellos. Entre las colecciones más importantes del Instituto están la de documentos eslavos medievales, que no fue afectada, y las colecciones trofeo de manuscritos y volúmenes sobre filosofía, economía y marxismo-leninismo que fueron llevadas ahí desde Alemania al terminar la Segunda Guerra Mundial. Por fortuna, entre el material destruido no había una cantidad importante de documentos únicos y las propuestas para reconstrucción del edificio y reposición de material ya están en la mesa.
El porcentaje de documentos de la biblioteca digitalizados es muy pequeño, así que el riesgo de perder un texto para siempre estaba latente mientras ardían páginas y páginas. Si bien la tragedia no habría tenido la magnitud de la pérdida de la biblioteca de Alejandría o de la destrucción de los códices mayas por órdenes de Diego de Landa, en 1562; la noticia de la desaparición de textos únicos, no respaldados, habría sido de verdad triste. De cualquier manera, el evento sí tendrá consecuencias mayores. El director del Instituto, Yuri Pivovarov, señalaba que aunque era posible conseguir copias de mucho del material perdido, el Instituto había sido un “facilitador de la investigación” y con el incendio eso se había detenido.
Las bibliotecas, las de verdad, no son sólo meros repositorios de documentos, se trata de centros de catalogación y organización que apoyan de manera insustituible la investigación. La acumulación de textos, imágenes y sonidos es apenas el primer paso para acercarse a la sabiduría; si nadie se encarga de catalogar, ordenar y jerarquizar la información, no tendríamos bibliotecas sino bodegas. En México, cada vez es más frecuente toparse con archiveros gigantes poblados de páginas que nadie lee, novelas que nadie visita y enciclopedias que nadie consulta.
No se trata, por supuesto, de simplemente añorar el libro impreso -y eso que todavía no desaparece- y, a la necia, proferir improperios en contra de la digitalización de todo lo que hemos escrito. Llorar por el papel será en un futuro cercano tan práctico como lamentarse por las tablas de arcilla o pedir que volvamos al entrañable arte de hacer pirámides para escribir en ellas -“libros, pf, para escribir en serio, hagámoslo sobre una mole de piedra”-. Me parece que entre más pronto estén respaldados todos los documentos del instituto moscovita, mejor. Desde luego será muy lindo que el edificio sea restaurado y que las estanterías recuperen a sus antiguos habitantes. Pero el reto trascendente que el incendio ha planteado es otro: recuperar la función de la biblioteca como centro promotor de la investigación. Ordenar de nuevo, clasificar, etiquetar y hacer con los textos un discurso de miles de autores será la tarea más loable.
Lo que ocurrió en Rusia está ocurriendo, de manera menos flamante -en sentido arcaico- en el resto del mundo. La cantidad de información que está a un clic de distancia es abrumadora. Nunca tantos estuvimos tan cerca de saber tanto. Textos de todas las épocas, todas las disciplinas; clásicos y modernos; pueden ser consultados en instantes desde casi cualquier lugar de la Tierra. El cúmulo de conocimientos al que podemos acceder de manera inmediata es, hiperbólicamente, infinito. Las universidades más prestigiadas suben a la red sus cursos de manera gratuita, hay esfuerzos de digitalización, como el Gutenberg Project, de grandísimos alcances.
Sin embargo, aunque el peligro de que todo esto se queme -o moje- y quede inservible es casi inexistente, estamos en pañales en cuanto a la organización de la información. Internet es una bodega ingente, un archivo descomunal, y una pésima biblioteca. Tanto o más espacio y tanto o más “prestigio” obtienen los charlatanes como los científicos. Los creacionistas insisten a llamar a su creencia teoría y, peor aún, logran que haya quien los tome en serio. Quienes afirman que la “fotosíntesis humana” es incuestionable y los fanáticos del fenómeno ovni se presentan como investigadores, levantan la ceja con autoridad y usan corbata. Y no falta quien considere eso suficiente prueba de que ahí hay alguien serio.
El Instituto de Información Científica sobre Ciencias Sociales perdió mucho más que sólo documentos, perdió su razón de ser: la transmisión de conocimiento. La noticia de que la Enciclopedia Británica no volverá a imprimirse es dolorosa no por el fetiche del papel, sino por la derrota de la seriedad frente a la cantidad. La decisión del Discovery Channel de resucitar al megalodonte, fabricar evidencias y así ganar televidentes es menos lamentable que patética.
Mientras no surja una generación de nuevos bibliotecarios, encargados de clasificar -sin censurar-, ordenar -sin eliminar- la información que entre todos generamos, seguiremos yendo a consultar al brujo de camino a la farmacia y, por lo tanto, siempre habrá posibilidades de sospechar que fue la limpia y no el antibiótico lo que nos salvó la vida.