Hace muchos años, intenté hacer un pay helado de limón. Todo iba bien: una costra de masa tersa y una mezcla color pay de limón, ese amarillo que verdea radioactivos. Pero el relleno nunca cuajó. Recuerdo darle vueltas con una pala de madera, puesto a baño maría, vueltas y vueltas, como si el mismísimo Maelström intentara arrastrarme. No, nunca cuajó. Tardé en darme cuenta de que mis neuronas me habían hecho trampa. Dos términos que conocía desde siempre, porque desde siempre hago galletas y postres, se me enredaron. Sí, construyeron su propia Babel. Corn syrup y cornstarch, mírenlos, son casi iguales, pero hijos distintos del maíz. El jarabe de maíz y la fécula de maíz, mejor conocida por su marca Maizena, pueden servir para lo mismo, pero también pueden llevarnos a la perdición.
Igual, hace muchos años empecé a leer a Edgar Allan Poe. Este 19 de enero se celebró el aniversario 206 de su nacimiento. Su obra está lejos de desaparecer de los libreros y todavía creo que, como en mi caso, los cuentos de Poe son un rito iniciático para nuevos lectores de la literatura toda. Menciono sus cuentos porque su poesía y sus ensayos son otra cosa. Lo sé, todos conocen al cuervito nevermore, pero pocos lo han leído; no importa, me basta con que conozcan al cuervo del episodio de los Simpson, de ahí algún curioso habrá buscado el poema. Lo malo es que tal vez se decepcionó al leer una traducción, a menos que encontraran una buena. Cierto, lo ideal sería leer el poema en su idioma original, el inglés, pero no todos pueden hacerlo. Sería hermoso conocer todas las lenguas y dialectos, mas es imposible: el mundo es una Torre de Babel redondeada.
Sí, la primera vez que leí “El cuervo” en español no entendí por qué sonaba tan mal, como si un principiante se pusiera a rimar sin ton ni son. El inglés no sonaba igual. Ya luego contemplé ese desfiladero monstruoso que surge entre dos lenguas diferentes, pues el inglés no es lengua romance, y por ello la traducción, sobre todo de poesía lírica, resulta una imposibilidad. Años después descubrí una traducción que hacía honor al nevermore, nunca más: Poesía completa de Edgar Allan Poe de la editorial Hiperión. Los traductores optaron por el poema en prosa, de alguna forma mágica sacrificaron las rimas y las formas, pero lograron que el sentido del poema tuviera alma en español. Dejó de ser ese golem castellano lleno hipérbatos rebuscados.
Siempre he admirado a los traductores, sobre todo a los buenos traductores que descubrimos cuando hemos tenido oportunidad de leer la obra en su idioma original. En cambio, si no podemos hacerlo, debemos depositar nuestra confianza en ellos, como un acto de fe de la palabra escrita. Lo sé, uno encuentra traducciones con errores de gramática, ahí tenemos un falso traductor: no sólo basta traducir el sentido, el buen traductor va más allá, debe ser poseído por el escritor original. El traductor escribe por segunda vez algo que ya fue escrito.
He traducido unas migajas del mundo de la literatura. Me ha dado miedo, siempre sentí esa inseguridad al no saber si era fiel al autor, si mi yo creativo no interfería, si mi aprehensión de la obra estaba contaminada por mi punto de vista dando más fuerza a lo que me llamó la atención. Supongo que los traductores profesionales también deben vivir esto, ese mismo tormento del que escribe por vez primera, del que corrige, del que busca la trama y la forma. El traductor pareciera vivir en dos mundos, y supongo que el umbral abierto entre ellos es la medida de su éxito. Sin los traductores no podríamos visitar tantos mundos como hay en una biblioteca, una librería y ahora en la red.
Me gusta imaginar los diversos cuervos de Poe ahogados en mi fallida mezcla de pay de limón: malos para leer, malos para comer. Una mala traducción puede matar el alma del original, aunque bien mirado, en casos contados, podría crear algo nuevo. Me gusta imaginar que si hubiera puesto a fuego alto mi relleno de limón, hubiera virado en un extraño chicloso que ahora sería un éxito en las dulcerías. Pero nunca sería un pay helado de limón, como tampoco Poe necesita que nadie lo reinvente.
Esa calidad de ser tal o cual cosa es la que seguramente llevó a Charles Baudelaire a traducir a Poe al francés. La que llevó a Rubén Darío a incluirlo en su libro Los raros para que regresara al continente americano, pero en otro idioma, en uno nuevo, nuestro español. Algo asombró a estos autores, algo los llevó a dejar por escrito su descubrimiento, algo evitó que Poe fuera su propio Fortunato, y que nosotros, futuros lectores, pasáramos de largo el muro donde su obra hubiese quedado escondida. Ese asombro es el que el traductor debe traducir, más allá de las letras, los términos, la sintaxis, la gramática. No sé dónde hay un manual o un diccionario para ello; los traductores lo tienen en la cabeza, en su arte.
En fin, nunca intenté hacer de nuevo el mentado pay de limón; hace muchos años un error tan absurdo me enojaba hasta la negación. Nunca he sabido si mis pequeñas traducciones tienen la consistencia de ese postre malogrado o del que estaba en la foto de aquel recetario. En el ámbito de la comunicación, seguimos habitando la Torre de Babel: mientras unos agregan ladrillos, otros se afanan en tirar muros completos. Su construcción no se detiene ni nunca llegará a su fin. Por ello necesitamos traductores viejos y autores nuevos, traductores nuevos y autores viejos. Sé que no todo está traducido, debe de haber libros que podrían ser mi lectura más amada, como lo fue Poe en su momento. Pero nadie los ha traído al mundo que yo habito. La posibilidad de que exista por ahí algo que podría asombrarme le da sentido a los días. Babel es como el ouroboros de la letra escrita, aunque yo creo que la original sufrió el conflicto por lo que ahí se comía, pero esa es otra historia, una minuta por venir. Mientras, dejemos que el cuervo diga: nunca más.