Vicenzo Peruggia / Hombres (y mujeres) que no tuvieron monumento - LJA Aguascalientes
01/07/2024

El lunes veintiuno de agosto, con la Gioconda oculta bajo un sobretodo blanco, sale del museo por una de las puertas laterales a la rue de Rivoli Vicenzo Peruggia un hombre que no tiene nada que ver con “un caballero elegante de impecables modales y vestimenta”, como lo describe Seymour Reit en The Day They Stole the Mona Lisa, ni con el carpintero que describe, equivocándose en horas y lugares, Darian Leader en El robo de la Mona Lisa. El martes veintidós de agosto, avisados por el pintor Louis Béroud, autorizado por la dirección para reproducir obras del museo, las autoridades descubren que donde debería estar la Mona Lisa sólo hay un hueco. La prensa, enterada el mismo día, se mostró implacable e irónica con el asunto del robo: “¡Qué inteligencia, cerrar la jaula cuando el pájaro ya voló!”. El jueves siete de septiembre de 1911 la policía francesa detiene al poeta Apollinaire e interroga a Picasso como principales sospechosos del robo de la Gioconda ya que antes habían comprado objetos robados del museo y habían hecho comentarios despectivos sobre el Louvre. Unos meses después, en su visita a París, Max Brod, que lo registra en su diario, y Franz Kafka, que no lo anota en el suyo, van a visitar en el Louvre el espacio donde antes había estado la obra de Leonardo.

“Los abandonos de puesto en el museo eran innumerables; la indisciplina, flagrante; la falta de respeto por la jerarquía, constante, y la presentación del personal, más que descuidada” es como describe Jerome Coignard, el gran experto en el robo de Peruggia y autor de dos libros sobre él, la situación del Louvre en 1911. Los lunes, además, como es normativo en todos los museos del mundo, estaba cerrado al público, lo que facilitó la hazaña del italiano.

Vicenzo Peruggia, que por dos condenas breves ya estaba fichado por la policía de París (1,61 de altura, constitución frágil, ojos marrón claro y pelo castaño oscuro) que tenía también sus huellas digitales, había abandonado su hogar a los doce años para ganarse la vida como pintor de brocha gorda, primero en Milán y, ya en Francia, en Lyon y París donde terminaría de empleado en la empresa especializada en pintura, espejos y vidrios Gobier a la que el Louvre le encargaría la caja de vidrio para proteger la pintura, un trabajo que, a su vez, el patrón encomendó a Peruggia. Al cumplir con su trabajo fue cuando vio por primera vez la obra de Leonardo.

Ordenado como era Peruggia entró al museo, donde ya le conocían por sus diversos trabajos en él, el lunes alrededor de las siete de la mañana llegó al Salón Carré, donde además había obras de Mantegna, Giorgione o Rafael, y descolgó el cuadro. En la escalera de otra de las salas quitó el marco del cuadro y le quitó el cristal que él mismo había colocado antes de salir con la tabla bajo el guardapolvo y salió a la calle. Al llegar a su casa, un departamento pequeñísimo en el barrio de Saint Louis, lo dejó sobre la única mesa del departamento, en la misma que comía, cubierto con un terciopelo blanco. Allí, o en el cuarto de la leña a la hora de comer, estaría durante más de dos años.

“Se compran objetos de arte de todo tipo” era el texto en el periódico que llamó la atención de Peruggia que, tras leerlo, envió, firmada como Vincenzo Leonard, una breve carta (“Tengo la Gioconda y deseo devolverla a mi país”) al responsable del anuncio, Alfredo Geri, un anticuario florentino. Se encontraron por fin en el hotel donde se alojaba Peruggia en Florencia el diez de diciembre de 1913. Allí, Geri y Giovanni Poggi, director de la Galleria Uffizi, fueron los primeros en ver en dos años el cuadro de Leonardo con el sello del Louvre en el envés de la tabla. Peruggia, un buen patriota, quería devolverla a Italia por una recompensa de medio millón de liras. Tras pedirle que esperara mientras lo autentificaban, algo que hicieron casi de inmediato, Peruggia no opuso resistencia a la policía que lo detuvo. La gran labor de sus abogados convenció al juez, al ser juzgado año y medio después, de que fue un acto patriótico y no un robo para lucrar. Semejante argumento le dio una condena simbólica de año y medio que, al final, se redujo por buen comportamiento a siete meses.

Uno de los pocos misterios que todavía quedan por resolver es si la idea de robar la Mona Lisa fue un acto solitario de Peruggia o el autor intelectual fue, según algunos autores, el argentino Eduardo de Valfierno, del que no se sabe nada, o el estafador alemán Otto Rosemberg. El otro, el nombre de los seis coleccionistas que compraron, durante los dos años de su desaparición una “gioconda”, nombres que nunca conoceremos porque, como escribió un historiador del arte, “la primera razón es que no podían denunciar la estafa, pues corrían el riesgo de ser acusados de complicidad (…). En segundo lugar, todos prefirieron mantener el anonimato para no quedar públicamente en ridículo”.

¿Por qué un monumento para Vicenzo Peruggia? Primero porque, quizá, si no hubiera cometido el robo, hoy la Gioconda no sería la pieza icónica que es, sino una más de las obras maestras de Leonardo, un cuadro que alcanzó su notoriedad gracias al hueco de su ausencia en el Louvre. Y, segundo, porque como propone su biógrafo en una entrevista, Peruggia, al que habría que inventar de no haber existido, es un personaje “digno de un cuento (…), un hombre tímido y reservado que, de pronto, manifiesta una audacia y una sangre fría increíbles”.


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