Para Mario Gensollen y Ángel Gálvez: compañeros de disenso.
Yo no leía Charlie Hebdo, la verdad no conocía ninguna de sus portadas, es más, no sabía siquiera de su existencia. Los ríos de tinta que corren ahora sobre el tema pueden dividirse en aquellos que se dirigen a la revista misma, a sus contenidos y aquellos que se refieren al fenómeno del atentado y las implicaciones de la libertad de expresión, en general. Esta segunda vertiente es la única que creo, por ahora, vale la pena adoptar.
Todos los procesos de desacralización que hemos llevado a cabo como humanidad han sido para bien: desasociar a nuestros gobernantes, a nuestros libros, a nuestra patria, a nuestro conocimiento, de “lo sagrado”, ha permitido tener una superación por una sola razón: todo lo que puede cuestionarse, someterse al escrutinio de la discusión, puede irse mejorando. En cambio: ¿cómo mejoramos algo que no puede ser revisado siquiera?
Hoy leo sobre el fenómeno de Charlie Hebdo posicionamientos a medias tintas: ¿son sus chistes ofensivos, de mal gusto, violentos para las creencias de algunos? Es posible. Y aunque es perfectamente compatible defender la libertad de expresión y al mismo tiempo hacer una crítica sobre el mal gusto, pondero que este no es momento de concentrarnos en su vis cómica o en sus chistes desafortunados, sino exclusivamente en la libertad de expresión.
Este es un momento histórico importante y las medias tintas están debilitando la oportunidad de declararnos defensores, sin cortapisas, de la libertad de expresión. ¿Son violentas ciertas opiniones sobre las creencias? Eso depende sólo de la sacralidad que le otorguemos a éstas. ¿Por qué deberían seguir siendo importantes ciertas creencias -religiosas o no-? Nos burlamos de los políticos, de las tragedias, de los gustos de ciertos grupos sociales y, en gran media, esta burla, este renunciar a lo sagrado nos ha permitido pasar a sistemas políticos menos nefastos, a superarnos epistémicamente e incluso, y llanamente, a hacer más llevadera -con el humor- nuestra condición humana. Pese a esto, hoy voces se pronuncian sobre el respeto a las creencias religiosas. ¿Qué privilegio debería tener una elección como la de creer en un dios o en una religión en particular? En lo que a mí respecta, debemos profanarlo todo, incluidas por supuesto, las religiones. Y nunca una profanación, por más abyecta que parezca, debería merecer matices como si fuera causa de muerte: ni siquiera para los asesinos es deseable ese destino, menos para quien dibuje, aun con poco tino, cualquier cosa. Incluso los que arguyen que es distinta la crítica a las creencias que la burla a nivel personal fallan: a mí tampoco me gusta que me critiquen, menos que se burlen de mí, pero jamás siquiera desearía la muerte en retribución.
Cualquier posicionamiento que matice, de cualquier manera, lo que hicieron los terroristas en París, cualquier opinión que desaproveche la oportunidad de dejar en claro que la libertad de expresión tiene sus costos -como la posibilidad de la burla- pero que éstos son mucho menores que cualquier censura a ésta, no valora la más preciada de nuestras libertades civiles. No puede haber límites con la libertad de expresión por una razón harto sencilla: ¿quién tendría derecho a ponerlos? ¿El ofendido? Jamás: todo puede ser ofensivo para alguien, y hasta cosas como decir que la tierra es redonda, que blancos y negros son iguales, que descendemos de un ancestro común al mono, que las mujeres tienen derecho a educarse, los homosexuales a casarse o la gente a decidir sobre su vida pueden juzgarse como provocación. Por supuesto, con la libertad de expresión “corremos el riesgo” de que alguien profiera una grosería contra un gobernante, o que se digan cosas racistas, clasistas o sexistas, pero este costo es mucho menor que un mundo donde se persigue a quien diga algo que nos parece incómodo. Siempre y cuando no sean un discurso de odio, siempre y cuando no inciten a la violencia, todas las opiniones deben ser permitidas. Cualquier intento por regular la libertad de expresión es una pendiente resbaladiza, una receta infalible para las dictaduras ideológicas. Se equivocan los que acusan de colonialismo al “occidente” que tiene como valor primordial la libertad, y piden trato especial para “oriente”, ¿no es esto aún más colonialista? Criticar a una sociedad que encumbra la libertad es criticar la inclusión: la libertad de expresión no es para algunos y sobre algunas cosas; no segrega a los humanos, los iguala.
Nada debería sacralizarse, todo es cuestionable, todo es criticable. Profanemos todo, en el sentido más burdo: no sacralicemos nada. Ninguna creencia, de ningún tipo, merece un trato especial. Guardemos para luego las críticas al mal gusto, no es éste el momento más que de unirnos a la indignación y al dolor. Si ponemos trabas, cualquiera, al disenso, perdemos todas nuestras libertades civiles, pues todas se han ganado históricamente gracias a él. Pero el disenso tampoco es sagrado: tiene usted derecho a no estar de acuerdo.
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