No entren al 1408 / País de maravillas - LJA Aguascalientes
23/11/2024

Cuando era niña, uno de mis mayores placeres era la lectura de historias de horror. Me recuerdo a mí misma sentada en el escaloncito del balcón de mi recámara, inclinada sobre el libro, sabedora de que, en cuanto oscureciera, todas esas imágenes absorbidas por mis ojos se convertirían en miedo. Y, a pesar de las pesadillas, al día siguiente volvía a hacerlo: a clavarme en algún libro con historias de terror. En algún momento mi mamá intentó prohibirme esas lecturas. Incluso regaló uno de los libros que más me obsesionaban; uno que, casualmente, no era vendido como “ficción”, sino como recopilación de “hechos reales e inexplicables”. Sin embargo, la medida no servía de mucho: el libro se había ido de casa pero las historias habían anidado en mi cabeza. Con eso era suficiente para lograr el estado de terror con el que tanto sufría por las noches -pero que tanto me gustaba-. Ya más grande, en la adolescencia, aprendí a controlar mi miedo: desde entonces soy más o menos capaz de colaborar con el libro (o la película) de terror, incluso espantarme más de lo que la obra pide o logra (algunas películas que quieren ser de miedo son tan malas que debo acordarme de mis pesadillas infantiles para ponerme en el estado de ánimo adecuado) y luego ir a dormir con la paz espiritual de un angelito, sin insomnios ni sobresaltos, porque, a fin de cuentas, lo que me causó escalofríos es pura ficción. Muy rara vez, en mi edad adulta, he tenido sueños terroríficos con fantasmas, vampiros o aliens, y eso lo considero un triunfo: creo que quiere decir no tanto que haya domesticado al miedo, sino, más bien, que hemos hecho una saludable tregua.

En cualquier caso, sigo disfrutando las historias de terror, más los cuentos que las novelas. Y hay autores que siguen siendo mis favoritos, por más que los lectores exquisitos o los críticos se empeñen en verlos con desprecio. Uno de esos autores es, por supuesto, Stephen King. En mi adolescencia fue uno de esos placeres compartidos: con mis amigos nos intercambiábamos libros y los comentábamos por horas; pero en mi temprana adultez se convirtió en placer culpable: mis amigos preferían leer libros de ensayo, o eso me decían, o novelas sobre la realidad nacional o sobre el narco, por lo que sentía que yo era la única que regresaba una y otra vez a El umbral de la noche, ese libro de cuentos que tanto me impactó. Por eso me da tanta alegría encontrarme con No entren al 1408, una antología-tributo a Stephen King, publicada por Editorial La Cifra en coedición con el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, que incluye veintidós cuentos de otros tantos escritores y escritoras. Lo interesante no es sólo que la mayoría son cuentos realmente espeluznantes, sino que, además, ninguno es una traducción: todos fueron escritos originalmente en castellano, pero en diferentes castellanos: de Argentina y Chile a México, la antología recorre parte significativa del territorio americano, antes de pegar el brinco al otro lado del Atlántico e incluir varios cuentos escritos en España.

Les estoy contando todo esto porque quizá tengan en casa algún adolescente fan del terror, o en algún momento les toque tener que darle un regalo a una sobrina o un ahijado que tenga ese gusto. O a lo mejor ustedes mismos quieren poner el ejemplo de la lectura en casa pero no han encontrado un libro que les haga sentir la necesidad de seguir leyendo. En cualquiera de esos casos, No entren al 1408 puede ser una excelente opción. Para empezar, las historias son cortas, lo que permite que los lectores menos avezados puedan encontrar su propio paso sin sentirse intimidados por un tabicote. A eso le podemos agregar que, al tratarse de autores de diferentes países, abre una ventanita a otras formas de entender el mundo y ayuda a enriquecer nuestro vocabulario. Pero, más aún, es un libro muy disfrutable y variado, como se puede detectar simplemente con echar un ojo a las tres historias made in Mécsico:  una es de vampiros (“La gente buena”, de Alberto Chimal), otra trata sobre una casa embrujada (“Una noche de invierno es una casa”, de Cecilia Eudave) y la tercera combina el problema muy real de la inseguridad y los feminicidios con otra cosa -lo digo sólo así para no echarles a perder el cuento- (“El horóscopo dice”, de Antonio Ortuño). El resto del libro confirma esta idea de variedad: un doble maligno, demonios que acosan a niñas inocentes, canibalismo, locura, humor negro… En todos se puede ver la sombra de King, pero eso, contra lo que pudiera pensarse, no es una desventaja. Al contrario, es muy grato ver de qué forma la imaginación del llamado maestro del terror embruja la imaginación de otros autores. Y seguro embrujará, a través de ellos, a otros lectores.

 


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