En estos días en los que, al parecer, una caricatura puede ser motivo de asesinato, me gustaría reflexionar un poco acerca del humor. Muchas veces, en las escuelas, se enseña a no reír. Como si la risa fuera una falta de respeto y la única forma de mostrar admiración o cariño fuera mediante la absoluta seriedad. También sucede en casa, claro, y en todos los demás ámbitos de la sociedad. Y eso, lamento tener que decirles, está muy mal. Porque la risa puede ser también otra cosa: ¿Se puede reír después de haber vivido una gran tragedia? Ephraim Kishon (1924-2005) demuestra que sí. Considerado el más grande humorista israelí, ha sido traducido a 37 idiomas y uno de sus libros es el segundo texto en hebreo más vendido en el mundo, tan sólo después de la Biblia.
Es raro, eso sí, que Kishon sea tan poco conocido en nuestro país, donde su obra podría ser considerada hermana de la de Jorge Ibargüengoitia por su crítica aguda pero risueña de la vida cotidiana en un país caótico. Probablemente, el motivo de su casi total invisibilidad en esta parte del mundo se deba en buena parte a esa propensión mexicana a la “literatura seria”; pero realmente valdría mucho la pena acercarse a este autor, quien fue, además de cuentista, articulista en varios periódicos, dramaturgo, guionista y director de cine con premios internacionales: fue nominado en dos ocasiones para los Oscares y obtuvo en tres ocasiones el Globo de Oro.
Su vida no fue tan humorística como su obra: antes de la Segunda Guerra Mundial, se llamaba Hoffman Ferenc y vivía en Budapest, Hungría, donde había nacido. En general, su familia tenía una buena situación económica y una reputación honorable. Entonces llegaron los nazis. Hoffman fue enviado a un campo de trabajo forzado y se salvó apenas de ser mandado a un campo de exterminio en Checoslovaquia. Los siguientes años los pasó en diversos escondites, pero finalmente fue a dar a un campo de trabajo soviético, donde estuvo hasta el final de la guerra. Cuando volvió la tranquilidad, se enroló en la Universidad de Budapest, donde estudió Historia del Arte y Escultura.
Con todo, se sentía ajeno en su propio país. Ajeno e inseguro: antes habían sido las persecuciones nazis, pero para este momento la amenaza eran los soviéticos, que no veían con buenos ojos a los satiristas (ni a cualquier otro tipo de opositor). Tanto así, que en 1949 emigró a Israel, país que acababa de ser fundado, sin hablar yiddish o hebreo.
Cuando llegó a Israel, por entonces recién fundado, no sólo cambió de nombre (el funcionario de aduanas que lo recibió pensó que el apellido Ferenc era muy raro y de un plumazo se lo cambió), sino que también cambió de vida: en 1950 se asentó en un kibbutz, donde trabajó como electricista, granjero, criador de caballos y encargado de la limpieza de las letrinas; y fue hasta 1951 que inició sus estudios de hebreo en la escuela local. Alumno brillante o enamorado de la lengua, lo cierto es que apenas un año después de haber empezado con las lecciones comenzó a escribir una columna diaria en un periódico importante, ya en hebreo, y la mantuvo durante 30 años.
Podría parecer curioso que un sobreviviente del Holocausto eligiera expresarse a través del humor. Todavía más cuando el de Kishon no es un humor mordaz o destructivo, torturado o amargo. Antes bien, se trata de un humor festivo, inteligente y crítico, lleno de amor y simpatía por su patria y por su gente. Las descripciones que hace son vívidas y señalan con exactitud los vicios y defectos del gobierno y el pueblo israelíes, pero también muestra sus virtudes, y todo con un estilo que acentúa el lado ameno de cada situación.
En realidad, la valoración del humor, incluso en la desgracia, forma parte de una antigua tradición judía. De acuerdo con los estudiosos del tema, esta capacidad de reírse del propio infortunio puede verse desde los textos bíblicos (hay quienes aseguran que el libro de Job es una obra humorística) pero se ha acentuado a partir de la diáspora y crece en los tiempos difíciles, como una estrategia de autoprotección mental. Tal vez esa sea la explicación del genio de Kishon para burlarse de su pasado difícil y de su talento para hacer que el lector reconozca sus propias flaquezas en las de él y se anime a reír también.
La obra de Kishon, fallecido en 2005 en Suiza, demuestra que la risa también cumple con una labor social, también es bella, también es arte. Y sólo por eso valdría la pena rescatarlo del olvido en nuestra lengua. Si se encuentran por ahí uno de sus libros, denle una oportunidad. Y dense también la oportunidad de enseñarles este tipo de humor a los niños y niñas que tengan cerca.
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