Entre las multicitadas primeras frases (“Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos paladar abajo para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo. Li. Ta.”) y las más perfectas, si fuera posible, pero menos citadas últimas (“Pienso en bisontes y en ángeles, en el secreto de los pigmentos perdurables, en los sonetos proféticos, en el refugio del arte. Y ésta es la única inmortalidad que tú y yo podemos compartir, Lolita.”), de la novela más famosa, aunque no la mejor, de Vladimir Nabokov, hay tres en el capítulo 33 de la segunda parte que dan una pista, críptica como casi todo en el autor, de una de sus fuentes de inspiración (“Me atacó con una sonrisa ficticia, encendida de curiosidad perversa -¿Quizá yo había hecho con Dolly lo mismo que Frank Lasalle [sic], un mecánico de cincuenta años, había hecho en 1948 con Sally Horner, de once?-. Pronto dominé ese júbilo ávido.”). Una frase que le había pasado desapercibida a muchos lectores y críticos hasta que en el 2005 Alexander Dolinin escribió un largo artículo, un tanto forzado, sobre cómo la historia de Sally Horner modelaba la estructura de la segunda parte de Lolita.
Vladimir Nabokov siempre arguyó que la idea primigenia de Lolita le vino al leer la noticia del primer dibujo que había realizado un mono en el zoológico de París: los barrotes de su jaula. Cómo se relacionaba eso con la novela protagonizada por Humbert Humbert era la parte que no explicaba. También es obvio que el autor ruso retrabaja, para hacerlo novela, un viejo cuento suyo, El Hechicero, y también una novela de alemana de los años veinte sobre la atracción malsana de las nínfulas, palabra que, aunque Nabokov la convierte casi en dominio público, ya existía. Sin embargo, es menos conocido porque la enorme biografía de Brian Boyd es menos leída, de hecho Nabokov también coleccionó durante una temporada recortes de periódico sobre hombres mayores y jóvenes, casi niñas, a las que estos habían secuestrado, uno de los cuales trataba de Frank La Salle, que el novelista escribe mal, y Sally Horner.
Todo empezó la tarde del 13 de junio de 1948 cuando Sally Horner, no por necesidad económica sino como prueba para entrar la sororidad de las chicas de sexto grado de su escuela, entró al Woolworth’s de la esquina de Broadway y Federal en la ciudad de Camden en New Jersey. Su misión era robar, como prueba de su capacidad para formar parte del selecto grupo de chicas, un cuaderno de los más baratos, uno de cinco centavos. Después de meterlo en su bolso, se dirigió a la calle, feliz tal vez por la demostración de su valor. Lo que no esperaba es que un hombre de cincuenta años se le acercara y pronunciara unas palabras que además de asustarla le iban, aunque ella aún no lo supiera, a cambiar la vida. “Soy un agente del FBI y estás arrestada”, para después amenazarla con enviarla “a un lugar para chicas como tú”.
Sally Horner se sintió más aliviada cuando el hombre, Frank La Salle, le dijo que había tenido suerte en caer sus manos. Bastaría con que se reportara de vez en cuando para que la dejara libre. Al día siguiente La Salle la buscó al salir de la escuela y le dijo que tenía que acompañarla a Atlantic City por orden de sus superiores y que tenía que convencer a su madre, para no alarmarla, con la excusa de que él era el padre de una compañera suya que la invitaba de vacaciones.
Ahí comenzaron los largos veintiún meses de cautiverio. Las llamadas a casa cesaron a las tres semanas. Cuando la madre de Sally recibió su última carta, el 31 de julio, avisó a la policía. Esos meses fueron, al igual que los narrados en Lolita, un constante ir de un lugar a otro -desde Camden a San José en California- con repetidas agresiones sexuales hacia la menor. En Dallas, Sally se sinceró con una compañera de escuela que no la creyó. Cuando Sally logró escaparse un día de La Salle, telefoneó a su hermana y le pidió que mandaran al FBI, al verdadero FBI.
La Salle fue arrestado el 22 de marzo de 1950 en San José e intentó librarse de la detención aduciendo que él era el padre de Sally. En el último capítulo de Lolita Humbert Humbert cita literalmente la condena de Frank La Salle cuando dice que él se condenaría a sí mismo a “al menos a treinta y cinco años por violación y sin otros cargos adicionales”.
Incluso la breve nota de la agencia Associated Press en la que se anunciaba su temprana muerte consideró su secuestro el único hecho importante de su vida. “Florence Sally Horner, una muchacha de 15 años de Camden, N. J., que pasó 21 meses como cautiva de un amoral delincuente de mediana edad hace unos años, murió en un accidente de carretera cuando el carro que conducía se estrelló con la parte trasera de un autobús estacionado”. Frank La Salle envió flores al funeral de Sally, pero la familia se negó a recibirlas.
¿Por qué un monumento para Sally Horner? Primero, y sobre todo, porque su caso debe recordar siempre la gran diferencia que hay entre la literatura y la vida, una construida de palabras, la otra de acciones, la una de imaginación, la otra de “realidad”, una construida de eternidad, la otra de sucesivos presentes. Y, también, porque como escribió Nabokov en una de sus primeras obras, Desesperación, que trata de un asesino que copia a otros, “ellos y yo no tenemos nada en común” y porque “para mí un trabajo de ficción existe sólo para proporcionar lo que yo llamo el placer estético, es decir, un sentimiento de estar de alguna manera, conectado con otros estados del ser en los que el arte (la curiosidad, la dulzura, la educación, el éxtasis) es la norma”. Y, tercero, porque Lolita es esa norma, pero Sally Horner, la vida, la mucho más cruel vida.