Viena, Austria. 12 de septiembre de 1683. Los húsares polacos, llegados para levantar el asedio del “Gran Turco” a la capital austríaca, se lanzan gritando: “¡Por Jesús y María!”. Sus adversarios turcos aúllan: Allahu Akbar (Dios es Grande). Tras un brutal combate, los polacos hacen retroceder a sus contrincantes, quienes huyen para no regresar jamás.
París, Francia. 7 de enero de 2015. Armados hasta los dientes, los hermanos Chérif y Said Kouchi irrumpen, gritando Allahu Akbar, en las oficinas del semanario satírico Charlie Hebdo y acribillan a reconocidos caricaturistas en venganza por haber publicado dibujos donde se ridiculizaba al profeta Mahoma.
Las escenas arriba descritas sirven como introducción al presente artículo, el cual pretende explicar la relación, a veces conflictiva otras veces colaborativa, entre el Viejo Mundo -alguna vez sinónimo de la Cristiandad- y el Islam.
La Hégira -es decir, la salida del profeta Mahoma de la Meca en septiembre del año 622- marca el comienzo de la era islámica. A partir de ahí y hasta su muerte, Mahoma predicó el Islam -que significa “sumisión- entre las tribus árabes. Después del deceso de Mahoma en 632 d.C., las tropas musulmanas -liderados por los califas, “los representantes de Mahoma”-, con el Corán y la espada desmembraron a las dos civilizaciones preponderantes del Medio Oriente: Bizancio y Persia.
En 711 los moros invadieron y conquistaron Al-Ándalus (la tierra de los vándalos) y se expandieron por la península ibérica y el sur de Francia. Sólo el caudillo franco, Carlos Martell, detuvo el avance islámico en Poitiers. No obstante, para el año 750, el Imperio musulmán se expandía desde los valles nebulosos de España, pasando por la agreste tierra del norte de África, hasta las montañas nevadas del Hindu Kush.
Por lo tanto, a partir del siglo VIII el Islam es una realidad en la vida europea. Para los habitantes del Viejo Mundo los seguidores de Mahoma simbolizaban un reto, porque se sentían zaheridos por una fe que reconocía a un Dios como creador del Universo, pero que “negaba la doctrina de la Trinidad; una fe que aceptaba a Jesucristo como un profeta, pero que negaba su condición divina”.
A pesar de lo anterior, sería precisamente en España donde el Islam mostraría al mundo su esplendor, pues que proveyó a dos “ciudadanos del país del espíritu” (Ikram Antaki dixit): Averroes, destacado intérprete de Aristóteles, y Maimónides, médico y teólogo judío. Además, Córdoba, la principal urbe de su tiempo junto con Bagdad y Constantinopla, tenía una nutrida vida intelectual, pues sus médicos, poetas y matemáticos abrevaban en el idioma de la erudición en la Edad Media: el árabe.
Otro oasis de tolerancia era la Sicilia medieval gobernada por los normandos. Estos “sultanes bautizados” regían una sociedad multicultural, donde cristianos, musulmanes y judíos convivían en paz. En su libro Invierno Mediterráneo (2004), el geopolítico Robert D. Kaplan dice: “Sicilia, una tierra católica, me llenó de deseos de aprender más sobre la historia islámica”, pues vio al Islam “aislado en el tiempo, en su verdadera gloria, preservado bajo capas de piedras bizantinas y normandas”.
Sin embargo, fue el avance sarraceno hacia los Santos Lugares, el cual amenazaba el comercio italiano con el Medio Oriente y el acceso de los peregrinos cristianos, el que provocó las Cruzadas (1095-1291). Durante dos siglos, las energías de la Europa cristiana se vertieron en liberar a Palestina y España de la Media Luna.
En 1492 terminó la Reconquista y España, por primera vez en centurias, estaba libre del yugo moro. Sin embargo, una nueva potencia musulmana, los turcos otomanos, amenazaban a Europa. El enfrentamiento entre “El Gran Turco” y la Cristiandad alcanzaría sus puntos álgidos en las batallas de Lepanto en 1571 -“la más alta ocasión que vieron los siglos pasados ni esperan venir los venideros”, según Miguel de Cervantes Saavedra-, y el sitio de Viena de 1683.
Una vez liberados del “Gran Turco”, los europeos se expandieron por el orbe, en particular el mundo musulmán: Portugal en el Océano Índico; España en Marruecos y las Filipinas; Francia en el Magreb y Levante; e Inglaterra en Mesopotamia, la Península de Malasia y el subcontinente indio.
Este contacto de siglos ha engendrado dos vertientes: curiosidad por el exotismo emanado de los reinos musulmanes, tal y como les ocurrió a Flaubert, Montesquieu, Mozart y Goethe; o el prejuicio por lo desconocido, cuyos campeones intelectuales fueron el italiano Dante, el francés Voltaire y el inglés Gibbon para quienes Mahoma era “un falso profeta”.
Tras la Segunda Guerra Mundial y el derrumbe de los imperios europeos, se experimentó una migración de musulmanes a las antiguas metrópolis. Una vez instalados, los mahometanos enfrentaron dos opciones: integrarse a la sociedad que les acogía o la repulsa por el Occidente hedonista y posmoderno. La mayoría optaron por la primera opción. Sin embargo, una minoría eligió la radicalización, la cual ha sido alentada por la segregación, los clérigos intolerantes -quienes financiado por oligarcas del Medio Oriente, predican una versión distorsionada del Islam- y eventos como la invasión angloamericana de Irak, en 2003, y la guerra civil en Siria.
El escribano concluye: SÍ a la tolerancia, la cual incluye la libertad de expresión y de pensamiento; NO al fanatismo religioso ni a la discriminación basada en la raza o en la fe.
Aide-Mémoire.- Julio Scherer García marcó un antes y un después en la vida cultural y política de México.
* Colegio Aguascalentense de Estudios Estratégicos Internacionales, A.C.