México Indignado
Por Fernando Aguilera Lespron
“La indignación es el sentimiento de cólera provocado por una injusticia escandalosa”, define el periodista Ricardo Raphael en su libro intitulado El México Indignado. La edición que data del año 2011, contiene el testimonio de varios ciudadanos entre los que se encuentran prestigiados periodistas, activistas sociales y líderes de opinión, sobre su propia indignación a causa de la violencia y la injusticia. A cuatro años de la publicación, el descontento social no sólo no ha disminuido, sino que se ha incrementado alcanzando su grado más alto después del caso Ayotzinapa.
La violencia en que esta sumergido el país responde no sólo a la declaración de guerra de Felipe Calderón a los grupos delictivos del país, sino a la carga de impunidad y corrupción incrustada durante décadas en el sistema político mexicano.
La frustración de la sociedad causada por la inseguridad pública y la creciente ola de violencia, ha llevado incluso a desear al segmento más longevo de la población o jóvenes priistas extremistas o jóvenes panistas de tendencias fascistas (que incluso tratan de imitar a Hitler) a desear el retorno de prácticas como las utilizadas por Arturo El Negro Durazo Moreno, quien se desempeñó como jefe de la policía en la Ciudad de México durante el sexenio de José López Portillo. El sometimiento se hacía a través de estrategias fuera de la ley, pero que indudablemente le permitieron el control y el repliegue de la delincuencia. Estos mismos grupos son los que repugnan y critican a otro sector de la población, los jóvenes que desde hace algunos años (ciberguerrilleros) manifiestan su malestar por medio de las redes sociales como Facebook y Twitter, sin que hubiera consecuencias de su indignación.
Derivado del mayor acceso de la sociedad a las tecnologías de la información y comunicación (natural en los sistemas democráticos que sin duda favorece al proceso de construcción de ciudadanía), lograron en octubre pasado, la multitudinaria expresión de grandes contingentes de ciudadanos que salieron a la calle a exigir justicia ante los hechos sucedidos en Guerrero y otras realidades nacionales.
Pero no sólo los ciudadanos sienten frustración desde que se desató la “guerra contra el crimen”; también lo sintieron quienes gobiernan al país, los municipios y los estados. Tan es así que permitieron que el pueblo se organizara en las llamadas “autodefensas”, destacando Michoacán, ante la falta del cumplimiento de las responsabilidades del Estado.
Lo anterior derivó en la renuncia del gobernador Fausto Vallejo y en la imposición de un comisionado del Gobierno Federal, que en los últimos meses ha tratado de desarticular las autodefensas que la propia autoridad consintió en operar. El asunto no es si se deban o no desarmar, si debió permitir o no su creación, lo primordial es que el Estado nunca debió dejar en la desolación a sus “protegidos”.
Debo insistir en que no es sólo la violencia y la impunidad en Michoacán y/o los jóvenes desaparecidos de Ayotzinapa; es también la matanza de civiles en manos del ejército en Tlatlaya y Acteal; los incendios en la Guardería ABC en Sonora y el casino en Nuevo León; los feminicidios en Chihuahua; las miles de desapariciones forzadas y homicidios.
Son también la falta de oportunidades y la amañada distribución de la riqueza; son los abusos de poder, los gasolinazos, son los autos de lujos de los líderes sindicales, son las mansiones de los funcionarios públicos, la burocracia excesiva y corrupta; son los diputados que gastan el erario en comidas faustosas y sexo servidoras. Son los “chayos” a la prensa que prefieren el cobijo de la clase política que cumplir con su labor de informar sin importar que ésta sea fundamental para seguir construyendo la democracia.
Es el cinismo que albergan los actores políticos de cualquier partido o postura, ¿Cómo puede hablar el PRI o el PAN de combatir la pobreza, la corrupción, la impunidad o la inseguridad cuando son los institutos políticos más grandes y no lo han hecho?
El problema de México no son las leyes existentes es la falta de aplicación y de capacidad (o de conveniencia) del Estado para ciudadanizar a su gente. Los jóvenes no son responsables de la pobreza o la degradación, lo son quienes los anteceden al aceptar las frivolidades de quienes ostentan el poder.
**
De la indignación al cambio o al olvido
Por Gilberto Carlos Ornelas
Es muy cierto que la indignación actual en el país se debe a las injusticias que se han venido acumulando en las últimas décadas. Bien lo dice Fernando Aguilera en estas páginas de LJA; ahí está la matanza de Acteal, el Pemex-Gate, el fraude electoral de 2006, el uso electoral de las tarjetas Monex y Soriana, la brecha de desigualdad social, las polémicas reformas estructurales, los desgobiernos de Michoacán y Tamaulipas, las trapacerías de políticos y empresarios, etc. La inconformidad ha sido el estado de ánimo de buena parte de los mexicanos, pero hoy la indignación se refleja en la desaprobación de la mayoría de la población a la gestión presidencial y en la desconfianza hacia sus gobernantes y sus instituciones políticas, novedad que es el elemento central de la actual crisis del estado mexicano.
Los terribles hechos de barbarie de Iguala y Tlatlaya, los escándalos de la Casa Blanca y la mansión de Malinalco y sobre todo la pasividad de la Presidencia de la República, han sido los catalizadores de la inconformidad acumulada que ahora como indignación desde la calle, las redes sociales y foros cuestionan la capacidad del gobierno para cumplir sus funciones constitucionales.
Hay razón para ello; la noche del 26 de septiembre evidenció a las instituciones políticas. Se confirmó que muchos gobiernos estatales y municipales y sus policías ya son trinchera de criminales; que muchos políticos olvidan principios para ganar ventajas económicas y electorales, que las corporaciones federales actuaron al menos con negligencia criminal. La imagen y prestigio del Ejército Mexicano, fueron tocados, por las ejecuciones de Tlatlaya y por su poco creíble desconocimiento e inacción ante el masivo operativo criminal que según la PGR se realizó en el área de influencia del 27 Batallón de Infantería.
Se evidenció que el deterioro del Estado y la incapacidad del gobierno del país es más grave de lo que se suponía.
Algo similar sucedió cuando se supo de la relación del poderoso contratista Grupo Higa con el presidente de la República y su secretario de Hacienda, ante lo cual sólo se dieron explicaciones dudosas que confirmaron que los puestos de gobierno son fuente de negocios al amparo de la corrupción y la impunidad.
Estos hechos, sucedidos en el último tercio del 2014 detonaron la crisis, por ello, su esclarecimiento deberá ser el punto de partida para la reparación de los grandes problemas e injusticias que han trabado el desarrollo democrático del país.
La indignación avanzó ante la certeza de que hay gobernantes que se enriquecen mientras la seguridad y la vida de las personas está a merced de criminales de dentro y fuera del gobierno, políticos venales que sirven al mejor postor y redes de corrupción que ya alcanzaron a las instituciones más respetables. La idea de que “esto debe cambiar” y que “ya no es posible seguir así” comenzó a crecer.
La respuesta del gobierno ante la crítica generalizada ha sido nula e insensible; algo de publicidad mal hecha, declaraciones y lugares comunes. Ni siquiera la vieja receta de remover funcionarios y formar comisiones. La promesa de combatir la corrupción quedó en retórica, el compromiso de transparentar plenamente los actos públicos como antídoto a la corrupción sigue atorado en la falta de voluntad y en lugar de llamar a organismos internacionales a esclarecer los hechos de Guerrero y Tlatlaya, pide simplonamente superarlos sin explicación creíble y sin la aprehensión de todos los responsables.
Como en toda crisis política, las opiniones se dividen y el debate se tensa. Millones de personas se han unido a las protestas, lo mismo en las furiosas tomas de casetas y carreteras, que en las multitudinarias marchas pacíficas, en foros universitarios y en los medios informáticos. Por otra parte se escuchan, afortunadamente con poca fuerza, las voces de provocadores y de los nostálgicos de la represión, tentación siempre presente que, de avanzar sería la negación de los logros democráticos de las últimas décadas.
La ciudadanía indignada, como lo ha venido haciendo, necesariamente tendrá que pasar la prueba de la intensa movilización en paralelo al debate y la confrontación de ideas y tendrá que demostrar que tiene la razón. No hay otra manera de empujar los cambios deseados para lograr la creación de las nuevas instituciones, nuevas reglas para la convivencia, nuevos mecanismos de redistribución de la riqueza social, nueva cultura de legalidad, transparencia plena, acotamiento de la corrupción y la impunidad, oportunidades para los jóvenes y un gobierno capaz de escuchar a la gente.
Esta claro que la actitud del gobierno es una “apuesta al olvido”. Espera que el “México indignado” se diluya en el tiempo y que la campaña electoral sublime la inconformidad y la transforme en abstencionismo o en frustración socializada. En ese cálculo, el factor determinante será la “ciudadanía”, entendida como la toma de conciencia de las personas acerca de sus deberes, derechos y posibilidades para influir en los cambios de su país.
En ese sentido, surge una obligada interrogante: ¿las elecciones del 7 de junio serán un primer paso de salida a la crisis o a su profundización?