Daniel Torres en un libro colectivo sobre historias del deporte o de deportistas, escrito por periodistas deportivos con propósitos filantrópicos, le inventa una historia, una leyenda a Carlo Airoldi. El autor lo imagina en la primera Olimpiada, en Atenas, corriendo el maratón que ganaría el griego Spyridon Louis, pero no como uno de los dieciséis participantes, sino al lado de ellos. Daniel Torre, con esa atracción humana por las causas perdidas, le hace llegar el primero, ser el primer ganador, sin corona, de la primera maratón de los primeros juegos olímpicos modernos. Y, aún así, la leyenda no desmerece de la leyenda que fue el propio Carlo Airoldi.
Antes de que la maratón, un homenaje de los griegos organizadores de la primera olimpiada a los antiguos griegos fundadores de las justas deportivas, las carreras eran o cortas para la aceleración o largas divididas incluso entre varios días. Airoldi, nacido en 1869 de una familia campesina, encontró pronto un modo de vida en ese tipo de carreras más que maratónicas. Louis Ortègue, el atleta francés ganador de la mayoría de las carreras de larga distancia de mediados del siglo XIX, habría de encontrar en él un rival con el que pronto iba a compartir, casi alternadamente, las victorias, hasta que Airoldi alcanzara su plenitud ganando todas.
Los dos primeros grandes triunfos de Airoldi se darían en 1982 en la Lecco-Milán, más de 62 kilómetros en un solo día, y en la Milán-Turín 140 kilómetros que solían durar más de una jornada. Pero la carrera que le daría su fama entonces, y olvido ahora, sería la Milán-Barcelona, un total de mil 50 kilómetros que se hacía en doce etapas consecutivas sin días de descanso. En esa carrera se dio uno de esos momentos que si la vida de Airoldi fuera una película sería uno de esos momentos a cámara lenta y con música más bien melosa de fondo. En la última etapa, ya ganador indiscutible, cuando le faltaban treinta kilómetros para llegar a la meta, esperó a su rival más cercano, el ya no tan grande Ortègue resignado a sus segundos lugares, al que se echaría a la espalda hasta entrar en Barcelona donde, tras depositarlo en el suelo de nuevo, cruzaría la meta él primero para ganar las nada despreciables dos mil pesetas que eran el premio.
Las primeras Olimpiadas, las de Atenas en 1896, no tenían mucho que ver con las actuales, megamediatizadas y megacomercializadas. Cada atleta, en unos tiempos en que aún no existían la mayoría de los hoy ubicuos comités olímpicos nacionales, tuvo que llegar hasta la capital griega como pudiera. Los deportistas ingleses, padres del amateurismo, por ejemplo, viajaron en su mayoría pagados por sus universidades, principalmente Oxford y Cambridge. Los atletas de otros países con mayor espíritu nacionalista, Francia o Alemania por ejemplo, o los griegos organizadores de las competencias, encontraron apoyo de sus gobiernos. Airoldi que quería competir, y con una altísima probabilidad de ganar, tuvo que encontrar el dinero para llegar.
La Bicicletta, un periódico italiano, concretamente de Milán, fue el que le proporcionaría el dinero a Airoldi a cambio de una reseña del viaje que le iba a llevar de Milán a Atenas a pie en jornadas de setenta kilómetros al día que, además de hacerlo llegar a su destino olímpico, le servirían como entrenamiento. Lo que no imaginaban ni el periódico ni el corredor es que esa iba a ser la parte menos complicada de su aventura.
Tras veintiocho días de camino Airoldi llegó a Atenas donde tuvo que presentarse para la inscripción en el Palacio Real donde le recibió el príncipe Constantino, presidente de los comités olímpicos griego e internacional. Todo iba bien hasta que el italiano le habló de su premio en metálico en Barcelona, el príncipe lo consideró un deportista profesional y por tanto inhabilitado para participar en las primeras olimpiadas de la era moderna. Italia, a través del gobierno y de los comités deportivos que no le habían apoyado, inundó al comité olímpico griego de cartas y telegramas de súplica y apoyo. Aún así se mantuvo la negativa de que participara el corredor italiano, algo que hizo sospechar que a alguien en Grecia no le interesaba que Airoldi no participara en la competición, competición que, además y para mayor sospecha, iba a ganar en su primera edición un griego.
Airoldi, al que ya le había rechazado un reto el mismo Buffalo Bill, al que desafió a una carrera de ciento cincuenta kilómetros, el italiano a pie, el famoso vaquero a caballo, recibió también la negativa de Spyridon Louis de enfrentarse en una carrera. Por supuesto, siendo como era el mejor del mundo, siguió compitiendo llegando a hacerlo incluso hasta contra un caballo al que le ganó corriendo los cinco metros en poco menos de veinte minutos. Airoldi, al ver que sus fuerzas iban disminuyendo conforme pasaban los años, dejó las carreras para ir buscar fortuna a América del Sur, de donde regresaría a Italia de nuevo para dedicarse, organizando carreras y dirigiendo pequeñas asociaciones de corredores, al deporte que le había hecho feliz aunque no famoso.
¿Por qué un monumento para Carlo Airoldi? Primero, y sobre todo, porque él representa perfectamente el amateurismo, la sportmanship que no tiene traducción exacta del deporte a finales del siglo XIX y principios del XX. Y segundo, y más sobre todo, porque Airoldi demuestra que la voluntad, que el esfuerzo mismo es, a veces, más importante que el triunfo, vano y efímero como la vida casi.