Por César Alan Ruiz Galicia
El 12 de enero de 2015, el periódico El País colocó un pie de foto sobre la concentración multitudinaria en la Plaza de la República, donde cientos de miles de franceses condenaron el brutal homicidio de los caricaturistas de Charlie Hebdo. Se podía leer: “París, la civilización frente a la barbarie”.
Quizá en Europa algo así pasa desapercibido. Sus ojos son demasiado los de ellos mismos. Ahí son pocas las personas que se abren al mundo más allá de los límites de ese provincianismo al que llamamos eurocentrismo.
El acto de terror inaceptable contra personas inermes que hacían caricaturas es tan triste y repudiable como una ejecución de la vieja inquisición. Matar en nombre del pensamiento único, creyendo además que se cumple un mandato divino. No es menos terrible que cálculos geopolíticos propaguen la interpretación de ese acto de terror como terrorismo, construcción ideológica que sirve de coartada para multiplicar las tragedias fuera de Europa y USA.
La división civilización/barbarie es un reflejo de pánico. El problema no es la portada del periódico español, sino que la discusión en buena parte del mundo establece estos términos como el fondo del asunto. El mensaje parece ser: ¡Civilizados del mundo, uníos! ¡Cerremos filas contra la barbarie!
Pero, ¿quiénes son civilizados y quienes bárbaros? En la historia fácilmente se confunden. Los civilizados europeos en nombre de la religión del amor cometieron el genocidio más grande de la humanidad en América, donde millones de personas murieron a manos de tres males: la pólvora, las enfermedades y las minas. Lo mismo ocurrió en África y Asia. Mientras la tolerancia religiosa florecía en Amsterdam durante la edad de oro, navíos neerlandeses propagaban colonias y derrumbaban dioses ajenos; en tanto el humanismo renacentista prosperaba, se negaba la humanidad de indios americanos y se convertía a miles de personas en mercancía, devastando familias, culturas y ciudades.
Los “bárbaros” desarrollaron en el Valle del Anáhuac la astronomía, la arquitectura, la medicina, la filosofía y una excepcional tecnología hidráulica, por decir lo menos. Los “bárbaros” de oriente produjeron cultura y literatura milenarias, alcanzaron cimas en la estrategia bélica, lograron erigir ciudades esplendorosas e hicieron evolucionar sistemas de navegación. Ni Tlacaélel ni Ibn Jaldún encajan en la imagen totalizadora de “pueblos bárbaros”.
A manera de resumen, vale citar lo que Montaigne reconoció en sus Ensayos: “hay bárbaros entre los civilizados y civilizados entre los bárbaros”. Así las cosas, no vivimos un episodio en que se enfrenta la civilización contra la barbarie, sino otro choque entre barbaries civilizadas. Se inauguran nuevas cruzadas, guerras justas y santas.
Esta crítica de occidente se ha decantado en la denuncia de su hipocresía por parte de las buenas conciencias. En esta narrativa, su imagen sería la del cisne de los bestiarios medievales, que siendo blanco de plumaje, oculta por debajo una piel negra y dura. El mal radicaría en el engaño, en su doble juego.
Occidente ha tenido intelectuales y humanistas sensibles al planteo de esa ambivalencia. Edgar Morín les ha llamado “antídotos culturales”: Montesquieu con sus Cartas Persas, Voltaire en sus Discursos a los Welches o Bartolomé de las Casas con su Historia de Las Indias formarían esa racionalidad autocrítica. Yo agrego la Dialéctica de la Ilustración de Adorno y Horkheimer como un punto crucial de ese itinerario, donde se llega a la aceptación de que los caminos de la racionalidad occidental pueden desembocar en el dominio, la brutalidad y la deshumanización.
Pero hace falta la perspectiva decolonial para darse cuenta que esos “antídotos culturales” son en buena parte una faceta amable del monólogo de Europa y Occidente. El mismo Morín establece en su Breve historia de la barbarie en occidente que si Europa es el hogar de la dominación y la conquista, es además el sitio privilegiado donde surgen las ideas emancipatorias. Es decir: Europa y Occidente son el centro inmutable de la historia. La realidad es que Túpac Amaru, Frantz Fanon o el EZLN han puesto límites al imperialismo de occidente en sus imposiciones económicas, raciales y culturales, por encima de esos pepe grillo.
El problema no es que a Europa le cuesta verse en ese espejo de la dualidad occidental, si bien rehúye aceptar que el esplendor de su herencia cultural tiene como contracara la propagación de lo que Coetzee llamó “la flor negra de la civilización”: la guerra contra “los bárbaros”, la difusión de masacres e injusticias. No es el problema porque en realidad a occidente no le ilustra el cisne, sino el dios romano Jano: su imagen doble -deidad de los inicios y de los finales- era adorada abriendo las puertas de su templo durante las guerras, mismas que eran cerradas en tiempos de paz. El ocaso de culturas a manos de Roma cimentaba el amanecer de un imperio. El asunto de Europa y occidente no está en antagonismo al interior de su proyecto, sino en su hybris -desmesura-, causa de que su humanismo se valga de la guerra para implantarse en el mundo y que sus guerras se purifiquen por la nobleza de su humanismo.
La masacre de los caricaturistas de Charlie Hebdo abrió las puertas del templo de Jano.
@CesarAlanRuiz