Todavía sobrevive parte del juego de cascanueces de mi infancia. Es una especie de compás con picos en los bordes interiores; se hace palanca con la mano y ¡crac!, se rompe la nuez. A este utensilio se suman una especie de ganzúas que sirven para sacar la pulpa atascada pero más parecen un arma; siempre las sentí letales para los ojos y para la carne tierna de debajo de las uñas. Sí, los accidentes suceden. Pero estos artilugios tan simples me parecían un falso cascanueces; el auténtico era el de la ilustraciones de Navidad, ese que cobra vida en el cuento de E.T.A. Hoffmann (Ernst Theodor Wilhelm Hoffmann, Prusia, 1776-1822). Porque lo cierto es que de este autor es el verdadero Cascanueces. No quiero menospreciar la adaptación de Dumas (padre) ni el éxito de Tchaicovsky con su dulcísimo ballet; caray, más de un movimiento es reconocible. Pero lo siento, esos son falsos cascanueces, como el que está en mi cajón de los cubiertos. El verdadero derrotó al asqueroso Rey de los ratones, el que parecía una quimera navideña, con sus siete cabezas y sus siete coronas de oro. Aquí un fragmento del cuento El Cascanueces y el Rey de los ratones:
“—¿Lo mismo?… —preguntó Federico en tono de aburrimiento—. ¿Sin poder hacer otra cosa? Mira, padrino, si tus almibarados personajes del castillo no pueden hacer más que la misma cosa siempre, no sirven para mucho y no vale la pena de asombrarse. No; prefiero mis húsares que maniobran hacia adelante y hacia atrás a medida de mi deseo, y no están encerrados.”
Creo que debería compartir el punto de vista de Federico, decirles que es una maravilla que una obra dé pauta a otras, como ocurre con tantos cuentos que han terminado en la pantalla del cine, de la tv o en un lienzo. Siempre he defendido esta idea, pero con Hoffman me pasa diferente. Más de una vez lo veo citado por aquí y por allá como fuente de inspiración, pero pocos lo han leído. Es más, El Cascanueces y el Rey de los ratones es el menos conocido que toda la bola de adaptaciones que se han hecho para que sean más legibles o más digeribles para el lector. No sé, adaptadores, mejor escriban sus cosas propias, no refriteen al buen Hoffman, quien parece más un trozo de tocino, de esos que los ratones se robaron y que dieron pie a una terrible maldición; así el poder del tocino en los embutidos, en este fragmento:
“Al fin, después de muchas discusiones y de emplear remedios eficaces, tales como plumas de ave quemadas y otras cosas por el estilo, empezó el rey a dar señales de recobrarse un poco, y, casi ininteligibles, salieron de sus labios estas palabras: “¡Muy poco tocino!”
Qué se le hace, a lo mejor Hoffman tuvo a bien marcarle el camino al mentado cascanueces de Tchaikovsky para que hiciera de sus danzas árabe, japonesa y no sé qué más, todos unos clásicos; pero ahora basta ver un cascanueces de madera para pensar en un ballet lleno de tules y frufrú. Lo dicho, en el cuento original, ser un cascanueces era producto de una maldición, un embrujo espeluznante de la Reina ratona, que tuvo una muerte espantosa bajo la suela de un zapato, no sin antes parir al monstruo de siete cabezas, muy bíblico el asunto. Nada de pas de trois, sino maldición, embrujo, hechicería, pues.
Y no, nunca he escuchado la danza de la nuez Kracatuk, que siempre existe en una tanda de nueces: esa que yo trataba de partir y que no se abría ni se resquebrajaba, al contrario, salía volando cual proyectil de mi falso cascanueces y que pudo romper los dientes y descuadrar la mandíbula de aquél de madera de la historia. ¿Que qué es una nuez Kracatuk?, Hoffman lo explica:
“Esta nuez tenía una cáscara tan dura que podía gravitar sobre ella un cañón de cuarenta y ocho libras sin romperla.”
Total, no me hagan caso, a lo mejor le tengo amor al cuento porque me gustaba de niña. Tardé años en ver un cascanueces real en funciones. Son terroríficos, pero la culpa es de la maldición, el cuento lo explica. No me hagan caso, ando amargosa, pues en estas fechas uno se acuerda de la niñez y es presa de la nostalgia. Cierto, extraño romper nueces. Sé que ahora existen variedad de frutos secos no sólo listos para comer sino aderezados con sabores imposibles: ahumados, especies, miel. Pero ese sentarse a la mesa a romper nueces, el ¡crac! que devela la pulpa, el sabor amargo de la cascarilla y la posibilidad de toparse con una Kracatuk tenían su encanto. Supongo que es el mismo encanto que uno decide colgarle a tal o cual cuento, o a tales o cuales fechas; sobre todo ante la posibilidad de la imaginación:
“—Estamos en el país de los Bombones —dijo Cascanueces—, y acaba de llegar un envío del país del Papel y del rey del Chocolate. Las casas del país de los Bombones estaban seriamente amenazadas por el ejército que manda el almirante de las Moscas, y por esta causa las cubren con los dones del país del Papel y construyen fortificaciones con los envíos del rey del Chocolate. Pero en este país no nos hemos de conformar con ver los pueblos, sino que debemos ir a la capital.”
Quiero creer que, a pesar de lo que tuvo este año, del ambiente enrarecido, del dólar enloquecido y de las muertes y las perdidas materiales y espirituales, todos deberían aplicarse a visitar su bosque de las confituras, nadar en su lago de miel. Todos deberíamos tener nuestra Ciudad Mermelada personal y pasear por los corredores de su Palacio de Mazapán. Busquen cómo, busquen con quién. Yo les dejo un ¡Felices Fiestas! con la sonrisa de un cascanueces en la última minuta de este año. Ojalá nos leamos en la próxima minuta, hasta el cercano e inevitable 2015. Va un último fragmento del buen Hoffman:
“—Señorita —respondió Cascanueces—, confitero se llama aquí a una potencia desconocida de la que se supone puede hacer con los hombres lo que le viene en gana; es la fatalidad que pesa sobre este alegre pueblo, y le temen tanto que sólo con nombrarlo se apaga el tumulto más grande, como lo acaba de hacer el burgomaestre. Nadie piensa más en lo terreno, en romperse los huesos o en cortarse la cabeza, sino que todo el mundo se reconcentra y dice para sí: ¿Qué será ese hombre y qué es lo que haría con nosotros?”