En las semanas recientes leí un par artículos que comparten un tema, una queja y un autor. El tema es un subproducto de lo que ha sucedido en nuestro país. A la sorpresa, el enojo y la tristeza inmediatos por los actos de violencia que pueblan nuestra nación, se han sumado sorpresas, enojos y tristezas relacionados con nuestra reacción a esos actos. El ejercicio de terror con que nos han bombardeado grupos criminales y autoridades corrompidas nos han llevado a responder, cada quién a su manera, cada quién desde su perspectiva. Con la excepción de los propios criminales -ciudadanos o gobernantes- y de los abúlicos absolutos, miles de mexicanos nos hemos visto impelidos a proponer soluciones. Algunos sienten que lo inmediato es marchar, salir a la calle, tomarla, recuperar el espacio, expulsar de la toma de decisiones a los responsables y llevar ante la justicia a los culpables. No puedo estar en desacuerdo con el principio que los hace actuar: terminar con la espiral de duelo y desesperación resulta apremiante.
Otros hemos propuesto que la solución está en la conducta diaria -sin que eso signifique que aceptemos la impunidad-. Como ejemplo, porque resulta cercano, casi siempre se utiliza el comportamiento en las calles. No tirar basura, no pasarse los altos, usar las direccionales, ceder el paso a los peatones, no usar el claxon como si fuera la solución al embotellamiento, respetar el límite de velocidad, etc., aparecen como muestras de lo que creemos que se debe hacer. Muestras, repito. Porque las conductas a que estos ejemplos se refieren tienen que ver también con el combate a la corrupción -no pagar mordidas-, la reducción de la violencia cotidiana -respetar a quienes conducen o caminan sirve como patrón para respetar a quienes trabajan con nosotros, quienes son nuestros hijos, quienes son nuestros vecinos- y, aunque suene excesivo, con la búsqueda de la paz.
Estas dos posturas acerca de cómo habrá que reaccionar no son necesariamente excluyentes, o no deberían serlo. Podemos marchar, unirnos a la protesta y, no obstante, procurar no romper los vidrios de los negocios que están en nuestro camino o destruir el auto con que nos topamos sólo porque está ahí a la mano.
Desafortunadamente, los textos a que hacía mención, se quejan, desde la primera postura, de quienes nos manifestamos a favor de la segunda. Claro, esto debido a que quienes están a favor de la mejora de las conductas cotidianas se han quejado, a su vez, del ala enojada de los marchadores. Y, aunque mi afán es siempre, o casi siempre, conciliatorio; no puedo dejar de ver con desagrado que se minimice la propuesta, siempre positiva, de quienes creemos que tener un mejor país comienza con ser una mejor persona.
En el primer artículo que leí, el autor compara a México con una esposa golpeada y supone al estado un esposo golpeador. De ahí, sin respeto por el ejercicio de la metáfora, llega a la conclusión de que los buenos modales ciudadanos equivalen a que la esposa sea dócil y acepte al violento, así el “pueblo-mascota-esposa” -sí, hasta allá lleva el juego de comparación-, cuando intenta ser buen ciudadano, en realidad hace lo que el gobierno-dueño-esposo exige. Claro en ningún momento el autor se detiene a explicar cómo entiende el hecho de que gobierno y ciudadanía no son dos entes totalmente distintos, sino que se componen uno del otro. Ha decidido que los límites entre abusador -esposa-pueblo- y abusado -esposo-gobierno- son tajantes y a partir de ahí le atribuye al primer par la calidad de víctima total y al segundo la de victimario absoluto. Después de otra fábula igualmente defectuosa, y armado con su arsenal de conclusiones fáciles, se burla de quienes creen que el cambio está en uno mismo. Al final, invita al ejercicio de la ciudadanía; lo cual me parece perfectamente respetable, las propuestas son realmente buenas. El problema es que como nuestra idea de ciudadanía no coincide completamente con la del autor del artículo, lo que nosotros pensamos no es serio, verdadero. Vamos, él sí sabe, nosotros no.
El segundo texto, mucho más simple y enardecido, concluye “Estamos parados en una piscina de mierda y nos quejamos de las moscas”. En resumen, la molestia del autor es que a otros les molesten algunas muestras de descontento. Le desagrada la indignación frente a la mala educación mientras, supone, hay indignación pasiva frente a lo verdaderamente importante. Se escandaliza de que haya quien se escandalice del tráfico o que alguien rompa los vidrios de una sucursal de una “pobrecita trasnacional” -paremos ahí la cosa, a mí no me escandaliza él-. Y sugiere que la situación es tal que habrá que aguantarse las protestas y marchas, pues ésas sí combaten lo medular. Bien, ésa es su idea. Y es digna de respeto y susceptible de discusión.
Insisto, no puedo disentir de quien cree que cambiar este país requiere de la movilización. Es tal la situación que difícilmente existe un camino único y clarísimo para conseguir lo que tantos deseamos. Pero cuando las baterías apuntan no sólo contra los corruptos y los asesinos, sino también contra quienes creemos que es indeseable el daño colateral, que la violencia no se soluciona con violencia y que la imposición no se supera imponiéndose; no puedo estar de acuerdo. No entiendo cómo quejarse de la mierda y quejarse de las moscas pueda ser incompatible.
Sé que mi comentario se sumará irremediablemente a lo que critico: el exceso de crítica. Me gustaría escapar de manera elegante a ello, pero considero que la palabra, la reflexión y la discusión son el mejor terreno para lograr algo en este triste país. Mi intención no es responder específicamente al autor de los textos, sino a los textos, en especial porque fueron compartidos en las redes sociales por un amigo y por un profesor a quienes respeto y a quienes leo y escucho con total seriedad.
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