Hemos convertido la Navidad en una fiesta que deslumbra y enajena. La dulzura de un bebé rubio y rollizo en un pesebre de porcelana nos surte de suficiente ternura para evitar pensar en Dios. La superficialidad de nuestra Navidad ayuda a creyentes y no creyentes a librarse del mensaje que trae consigo aquel cuyo nacimiento celebramos.
Contaba el jesuita hindú Anthony de Mello la historia de un inventor que tras muchos años de esfuerzos, descubrió el arte de hacer fuego. Tomó consigo sus instrumentos y se fue a las nevadas regiones del norte, donde encontró una tribu que se mostró deseosa de aprender lo que aquel hombre tenía que enseñarles.
Pero sus sacerdotes, celosos de la influencia de aquel extraño, lo asesinaron, y para acallar cualquier sospecha, entronizaron un retrato del Gran Inventor en el altar mayor del templo, creando una liturgia para honrar su nombre y mantener viva su memoria y teniendo gran cuidado de que no se alterara ni se omitiera una sola rúbrica de la mencionada liturgia. Los instrumentos para hacer fuego fueron cuidadosamente guardados en un cofre y se hizo correr el rumor de que curaban de sus dolencias a todo aquel que pusiera sus manos sobre ellos con fe.
El propio Sumo Sacerdote se encargó de escribir la Vida del Inventor, la cual se convirtió en el Libro Sagrado, que presentaba su bondad como un ejemplo a imitar por todos, encomiaba sus gloriosas obras y hacía de su naturaleza sobrehumana un artículo de fe.
Los sacerdotes se aseguraban de que el Libro fuera transmitido a las generaciones futuras, mientras ellos se reservaban el poder de interpretar el sentido de sus palabras y el significado de su sagrada vida y muerte, castigando inexorablemente con la muerte o la excomunión a cualquiera que se desviara de la doctrina por ellos establecida.
Y la gente, atrapada de lleno en toda una red de deberes religiosos, olvidó por completo el arte de hacer fuego.
¿Cuál es el mensaje de aquel que hoy recordamos, o deberíamos recordar, en medio de fiestas llenas de confeti, luces de bengala, regalos, alcohol y algunos días de descanso?
Todos los cristianos tenemos un lugar en nuestro corazón para un pueblito llamado Belén. Pareciera que hubiéramos vivido ahí de niños, conocemos sus lagos con cisnes, sus paisajes nevados llenos de animalitos de la creación, sus caseríos, arroyos de papel aluminio y sus pastores calentándose en rojas hogueras de celofán. En realidad Belén no es el de nuestros sueños infantiles. Casi nunca nieva, por lo pronto. Ese bebé que naciera en Belén hace más de dos mil años, probablemente murió sin conocer la nieve.
El poblado de Belén contemplado por dos viajeros, hombre y mujer, ella a punto de dar a luz, hace dos mil años, era muy distante de lo que la parafernalia navideña de nuestros días nos enseña. Probablemente no había más de doscientas casas, amontonadas sobre un cerro de piedra caliza. La vegetación no sería más que los troncos de algunas higueras que habrían ya perdido sus hojas en el otoño, mezclados con sarmientos retorcidos de vides, secos como los troncos de los olivos de algunos huertos en las laderas, en los pequeños espacios de tierra ubicados entre una gran mayoría de piso de esa roca calcárea que todo lo invade en Palestina.
En ese entorno llegarían tres viajeros, el más pequeño aún en el vientre de su mamá. Lo primero sería buscar un lugar adecuado para recibir al bebé. Buscaron en posadas, que no eran otras cosas que patios cuadrados rodeados de muros altos, con un tanque de agua al centro, en torno al cual se amontonaban burros, camellos, corderos, junto con el estiércol que producían.
Pegados al muro del patio, los viajeros, en ocasiones en cobertizos o arcadas, en otras a cielo abierto, nunca en habitaciones cerradas. Se hablaba de negocios, se rezaba, se cantaba, se dormía, bebía y comía. Se amaba sin intimidad, se defecaba, se podía nacer y morir en medio de la promiscuidad, la suciedad y el hedor que aún hoy rodea los campamentos beduinos en el desierto.
Por eso “no había sitio” para María y el bebé por venir. Lugar probablemente sí -el dueño de un Khan oriental siempre encontrará la forma de hacerte un lugar a cambio de unas monedas- pero no sitio. Por eso alguien les sugiere buscar en las colinas de los alrededores, alguna de las grutas que se usan para guardar ganado, un peñasco en una montaña, horadado por las manos de los pastores para guarnecerse del frío, sería un lugar más pacífico para una mujer a punto de dar a luz. Y sucedió que mientras estaban ellos allí, se cumplieron los días de su parto (Lc. 2, 6).
Al tiempo que alguien contaba sestercios y denarios en un palacio de Roma, mientras en Alejandría se estudiaban las ciencias y se acumulaba el conocimiento, mientras los ejércitos romanos conquistaban la península ibérica y apaciguaban a los aguerridos galos, el mesías, el hijo de Dios, lanzaba su proclama: el llanto de un recién nacido en medio de paja, en una cueva y calentado por su madre y por el aliento de animales de corral.
Se instauraba el reinado de la locura, como bien lo llama en múltiples ocasiones José Luis Martín Descalzo, la falta de cordura, lo inexplicable, lo contradictorio a ojos humanos. Apenas era un bebé recién nacido y ya le estaba dando su lugar entre el estiércol a las cosas del mundo, y remplazaba la moneda de cambio por lo más valioso: el amor.
Como bien lo formula Ortega y Gasset: si Dios se ha hecho hombre, ser hombre es la cosa más grande que se puede ser. Es el Dios al que podemos amar los seres humanos, un Dios que podemos rodear con nuestros brazos, al que no debemos temer, como al dios del trueno o al dios de los ejércitos, a quienes no se puede amar. «Loin que le Christ me soit inintelligible s’il est Dieu, dice Joseph Malègue, c’est Dieu qui m’est étrange s’il n’est le Christ» (Lo difícil no es creer que Cristo sea Dios, lo difícil sería creer en Dios si no fuera Cristo).
Con esa perturbadora escena de un Dios entre frazadas, contemplado en un abrazo eterno por su madre María, puesto a nuestra altura, en la sencillez de una cueva, con animales de corral y visitas tan sinceras como la de los proscritos trabajadores de la campiña palestina… con esa escena quiere este Zenzontle desearle, amable lector, que la alegría de contemplar a todo un Dios hecho carne, habite en sus corazones hoy y siempre.
Twitter: @manuelcortina [email protected] www.manuelcortina.com