Hace quince días en este espacio gorjeaba el Zenzontle sobre las diez medidas presidenciales “para liberar a México de la criminalidad, la corrupción y la impunidad”.
Preocupaba entonces, y preocupa ahora, que las declaraciones presidenciales pretenden hacer cargar a los municipios mexicanos con la culpa de la corrupción que ha llevado las cosas en este país a los niveles que han llegado.
Una de las iniciativas presidenciales ha puesto al municipio en el banquillo de los acusados al nombrarse “Ley Contra la Infiltración del Crimen Organizado en las Autoridades Municipales”. En el título de la iniciativa está la sentencia: la infiltración del crimen organizado se da en los municipios. Ya no importa si la iniciativa prospera, se discute, se promulga o entra en vigor: lo que importa es que empezó la campaña en contra de las autoridades municipales.
Es cierto que en días recientes hemos conocido casos graves de infiltración o participación de policías locales en actividades del crimen organizado, o bien, de participación de integrantes de grupos, células o cárteles en instancias municipales, pero quiero pensar que son por mucho, situaciones excepcionales en el universo de más de 2,450 municipios en México.
Adicionalmente, no es posible que las autoridades municipales sean las únicas en las que la delincuencia organizada haya puesto su objetivo. Quizá hasta hoy han sido las más abandonadas, cuando desde el sexenio (federal) pasado se ha buscado la detección de infiltrados en todas las corporaciones mexicanas, de todos los niveles.
Pero no, a los ojos del Ejecutivo Federal, son las autoridades municipales las que están infiltradas por el crimen organizado.
Lo cierto es que los municipios en México son tan diversos y desiguales que difícilmente pueden regularse con una sola legislación central. Es por eso que el artículo 115 de la Constitución Mexicana, después de la gran reforma de 1999, solamente delineó las facultades de ese orden de gobierno y protegió de las legislaturas estatales a esta autoridad, que es la más desatendida a pesar de ser la más cercana al ciudadano.
En un país en el que existe un municipio con una extensión de más 53 mil kilómetros cuadrados (Ensenada, más grande que Costa Rica o Dinamarca) y otro con apenas poco más de dos kilómetros cuadrados de extensión (Natividad, Oaxaca); donde Iztapalapa tiene casi dos millones de habitantes, mientras Santa Magdalena Jicotlán, Oaxaca tiene menos de cien, es iluso pensar que las medidas que se dicten para todo el territorio nacional deben ser tan flexibles que no se cometan injusticias e iniquidades.
Además, no se puede dejar de reparar que en el país 217 municipios se gobiernan por derecho consuetudinario comúnmente conocido como usos y costumbres.
Una legislación única nacional municipal sería tan fútil como inoperante. Aun los estados con la mayor cantidad de municipios, como es Oaxaca con 570, tienen constantemente obstáculos para tomar decisiones generales, que al llegar a la esfera municipal, no tengan particularidades que considerar y -dirían los gringos- tropicalizar.
La gran diversidad de tamaño y condiciones demográficas y sociopolíticas de los municipios obliga más que a quitarles funciones, a fortalecer sus capacidades institucionales.
Los municipios de la República, y sus habitantes, debemos hacer ver, y recordar constantemente, a las autoridades federales lo erróneo de aquella visión que se resume en el dicho popular: “después de Tlalnepantla, todo es Cuautitlán”. Es decir, que más allá de los alcances cortoplacistas y miopes de sus escritorios en la capital de la República, existe un mosaico de realidades municipales, que igual alberga entornos tristes y de urgente atención, como también circunstancias dignas de presumirse, imitarse y alentarse, entre las que se encuentra Aguascalientes junto con un buen número de municipios en el país.
Es claro que deben existir mecanismos que por excepción, un orden de gobierno deba sustituir las funciones de otro, cuando ciertos requisitos se cumplan. Actualmente existen en todo el país mecanismos de desaparición de ayuntamientos y desaparición de poderes, mismos que rara vez se han utilizado. Sin embargo, la excepción no debe ser regla.
Así, cuando en una de las iniciativas que han sido presentadas por el presidente de la República se busca desaparecer a las policías municipales, justificando en que se podrá “pasar de más de mil 800 policías municipales débiles, a 32 sólidas corporaciones de seguridad estatal, confiables, profesionales y eficaces”, la pregunta que brota naturalmente es, ¿y por qué no buscar policías municipales “confiables, profesionales y eficaces”?
Al restarle al municipio de manera general la función de la fuerza pública, la coacción de los ordenamientos municipales, que principalmente se ocupan del orden y la paz públicos, se dificultaría tremendamente, o bien se subordinarían a poderes estatales, cuyas funciones constitucionales son de otra índole.
Además, nuestra legislación no requiere de reforma alguna para que otro orden de gobierno asuma el mando de la policía municipal. De acuerdo al artículo 115 de la Constitución, es obligación de las policías municipales “acatar las órdenes que el gobernador del estado le transmita en aquellos casos que éste juzgue como de fuerza mayor o alteración grave del orden público”. Y por si fuera poco, agrega el mismo 115: “El Ejecutivo Federal tendrá el mando de la fuerza pública en los lugares donde resida habitual o transitoriamente”.
Pero asumir el mando operativo policial no significa asumir la administración y función total.
En todo caso, yo invitaría a los iluminados asesores presidenciales que idearon las diez medidas para liberar a México de la criminalidad, la corrupción y la impunidad, antes de ubicar a las más de 1,800 corporaciones de policía municipal (según sus propios números) en el organigrama de la burocracia federal, a buscar la suficiencia de recursos presupuestales de las mismas para conseguir la calidad y profesionalización de las instituciones policiales preventivas, lo que ayudarían mucho más a los fines que dicen buscar.
Quiero decir, si es que sus fines no son otros.
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