Comienzo a sospechar que los funcionarios públicos viven en pueblos y ciudades distintos a aquéllos en que habitamos el resto de los ciudadanos. Desde que comencé a utilizar el sistema de transporte público -en mis años de secundaria-, el sistema de transporte público es terrible. Desde entonces el precio del camión subía siempre por razones de calidad y nunca por cuestiones de negocio, cada vez que había un aumento la justificación era Mejoraremos el servicio. Con los taxis ocurría algo similar, de vez en vez alguien decía que los pondría en orden, claro, después del correspondiente incremento. Imagino que en las ciudades en que los políticos y gobernantes habitan las cosas sí han mejorado notablemente.
La cuestión es que hace algunos días, ese día que la gente se ha empeñado en llamar los más fríos de la historia reciente -como cada año-, esperaba la ruta cuatro en una parada de camiones de la Universidad. Eran justo las ocho de la noche y había montones de estudiantes, trabajadores y profesores. Pronto pasaron dos. Literalmente pasaron. Llevaban pasaje, estaban de servicio, vieron que hicimos la seña y decidieron no detenerse. Comprobé que estaban en funciones pues se detuvieron en la siguiente parada, los dos. También pregunté a mis helados, como nunca antes en la historia reciente, compañeros si no se trataba de una parada para ciertas rutas. No, la cuatro se detenía ahí habitualmente, excepto cuando al chofer no se le antojaba. Eran las ocho de la noche, insisto; hacía mucho frío, repito. Por qué no se pararon, porque no quisieron, los dos, uno dos minutos después del otro.
Al final, después de media hora pasó un ruta once. Como su trayecto coincide parcialmente con el de la cuatro y no me deja mucho más lejos que ésta, la tomé. Todo bien. Entonces, llegamos a un semáforo, la luz estaba en alto, el chofer decidió que eso no lo detendría y recurrió a esa estratagema tan usual en veinteañeros que conducen con lentes oscuros de noche: dar vuelta a la derecha, dar vuelta en U inmediatamente, dar vuelta a la derecha de nuevo y así saltarse el semáforo. Hasta donde sé la maniobra está posibilitada por las reglas -digamos que no está prohibida-, pero, este señor no era un veinteañero apantallando a la novia con su colmillo urbano; era un trabajador haciendo su chamba y puedo jurar que su ruta no incluye esas triquiñuelas, tan requeridas por quienes creen que ver el fut convierte a sus autos en ambulancias.
Y la cuestión también es que andar en taxi no es mucho mejor. En un recorrido de veinte minutos, un conductor me recetó su teoría completa acerca de las mujeres. Nunca se lo pedí, no la necesitaba y no se lo agradecí. El caballero decidió que como yo era hombre, entendería su misoginia, me reiría de sus chistes malos y terminaría chocándola con él en un gesto de pertenencia al club. Al final lo soporté, no le dije nada, pagué y no pude más que pensar, ese tipo probablemente subirá unas dos cuadras más adelante a una mujer. Por qué ese tipo puede subir a una mujer a su carro. No faltará quien me diga que quizá a ella no le espete su teoría. Lo siento, tengo amigas muy queridas y cercanas que ya han vivido la experiencia de tener que escuchar a un retrógrado despotricar contra las mujeres porque simplemente le da la gana hacerlo.
Ahora sospecho que los funcionarios que autorizan los aumentos de precios para el transporte público de Aguascalientes viven en Londres. Ahí no hay un límite para el número de taxis que pueden circular; pero eso no hace que la ciudad se llene de carros de alquiler. Para poder conducir uno de esos autos es necesario hacer estudiar The Knowledge -así llaman a los saberes que un taxista debe poseer antes de obtener su licencia-. Entre las cosas que debe conocer un taxista están más de trescientas rutas y sitios de interés de la ciudad -así es, si usted le pregunta Oiga y ese edificio qué, él sabrá responderle-. Además la mayoría de los 20 mil taxis londinenses son propiedad individual y son conducidos por su propietario, es decir, 20 mil familias aproximadamente viven muy bien pues no tienen que pagar “cuota” al dueño de uno o diez o cien taxis. Las paradas de camión tienen cronómetros que anuncian cuánto tiempo falta para que llegue tal o cual ruta. No se puede ir de pie y olvídese de los enfrenones o las carreritas entre choferes, eso no tiene sentido, no es parte del trabajo, no es seguro para quienes viajan en el vehículo tampoco. La cuestión es que el transporte público funciona; se puede estar sin automóvil en una ciudad enorme. Si uno tiene tal calidad de servicio, el auto es un lujo, que cada quién sabrá si quiere darse o no.
Ojalá gobernantes y funcionarios se dieran una vuelta por acá de vez en cuando. Quizá deberían viajar un par de meses en taxis y camiones. Quizá así se darían cuenta de que nosotros no vivimos en Londres, y que cuando prometen poner arreglar y mejorar las cosas, sería buena idea que lo hicieran; porque eso de hacer las viviendas de interés social lo más alejado posible del centro, en las colinas y sin un transporte público medianamente aceptable ha hecho que acá el auto no sea un lujo, sino un artículo de primera necesidad. Y entonces el dinero público se nos vaya en puentes y puentes, y avenidas y avenidas, todas lentas, todas feas.
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Como londinense de nacimiento, ahora residente en Aguas, aplaudo esta columna y asevero su exactitud. Para el beneficio de todos, los taxistas hidrocálidos deben ser requeridos a aprender “the knowledge” (y los taxistas chilangos aún más).