Israel tierra de promesas es un título cuya síntesis extrema expresa la esencia de un pueblo que, en su historia milenaria, ha sido la razón de su existencia. De manera muy parecida, otro pueblo de esta misma Tierra ha reivindicado su derecho exactamente a esa misma herencia: ser el hijo de la Promesa, y lleva por nombre uno que gustaba de aplicarle San Agustín de Hipona: La Católica. En efecto, un pueblo muy sui generis, porque hace honor a su nombre: katá-Olon (Sin-fronteras), universal, en síntesis extrema -otra vez- la Ciudad de Dios.
En este vértigo de vocablos, Agustín el teólogo, gran sintetizador de la Edad Antigua, resume en una antítesis universal la suerte de todos los pueblos, de todas las naciones, de toda la Tierra: La Ciudad de los Hombres y La Ciudad de Dios. Siendo ésta precisamente la trama de su opus magnum et arduum (‘mi obra más grandiosa y difícil). Esta poderosísima compresión de ideas es la forma del pensador cristiano de interpretar la historia, el futuro y la finalidad última de la humanidad.
En un contexto mundial, donde la verdad única y universal es el sometimiento irrestricto a las inexorables leyes del mercado capitalista, estamos sufriendo el tironeo inclemente entre las fuerzas restringentes de la economía globalmente estructurada y conducida por los países centrales capitalistas y las fuerzas impulsoras de una gran masa de pueblos/país que anhelan por su justo desarrollo social y humano, coexistiendo todos en un terreno/su hábitat profundamente fisurado por amplias y profundas brechas de desigualdad entre sus propios cuerpos comunitarios, en su capacidad real de acceso a los bienes y satisfactores básicos del bienestar, cayendo más en sus opresivos niveles de miserable calidad de vida y forcejeando con sus oprobiosos dinamismos de inequidad, injusticia estructural y conmutativa.
Y, por tanto, distanciándose cada vez más de su expectativa y esperanza respecto de la promesa insatisfecha de autoabasto alimentario, salud, educación, oportunidades de desarrollo y mejora cierta en su calidad de vida y bienestar. Panorama desolador que, en México, se ha agravado debido a la violencia incontenida del crimen organizado, cuyos modos operandi han topado ya con obscenos, execrables, abominables excesos de inhumanidad prácticamente bestial y satánica. Ante un Estado nacional -hasta ahora incapaz e ineficiente- para parar este franco despeñadero de lo que teníamos como civilización moderna y, casi de burla, de inspiración tradicional cristiana.
Creemos que habitamos y somos ciudadanos de lo que Agustín, el teólogo del amor divino en la Historia de la Humanidad, llama La Católica/ La Ciudad de Dios, pero bien pronto nos damos cuenta que nos hemos salido de esta sociedad de creyentes y santos para habitar simplemente, llanamente y sin títulos originales en La Ciudad de los Hombres, aquel resto humano que no es hijo de la Promesa.
No atino a ver sinceramente que nuestra supuesta pertenencia “católica” se traduzca en iguales prendas de honorabilidad, justicia, equidad, respeto, solidaridad, compasión auténtica, en suma amor por el prójimo, que es el auténtico distintivo ciudadano de la Ciudad de Dios.
Veo una masa de ciudadanos iracundos, ahítos de odios ancestrales, separados rigurosamente de las causas solidarias, ensimismados en el narcisismo más superficial y consumista, irresponsables de sus derechos y deberes ante la “Civitas” o Ciudad de pertenencia, que por propia naturaleza es política y también exige compromisos de don/deuda con ella para hacerse merecedores de su protección, bienes y alcances ordenados por la Ley, que no permita coexistir como auténticos seres humanos, capaces de civilidad, racionalidad, emotividad y acción constructiva de la comunidad de la que somos parte vital.
Sin duda que una gran mayoría de los que somos ciudadanos simples y comunes sufrimos la inclemencia de un medio social y político adverso, que en muchos sentidos somos víctimas de poderes fácticos cuyas miras no son las de nuestro desarrollo personal y humano, sino las de sus intereses espúreos de enriquecimiento obsceno e insaciable, sin límites. Pero, en este desigual proceso de corrupción, desigualdad e impunidad extrema, es nuestro deber decir: “¡basta!”, ponernos de pie, unir nuestras fuerzas impulsoras como comunidad humana a favor de la vida, para hacer frente de manera inteligente, sensata y sabia a ese otro frente irracional del delirio y fascinación por el poder irrestricto, la muerte, la aniquilación de la auténtica cultura universal que es la esencia de todo hombre y toda mujer que está en este mundo.
Hace unos años, digamos cuarenta, maestros míos de los más avezados en el análisis social, político, económico y cultural expresaban su sorpresa de tener que pronunciar en el aula escolar y universitaria, palabras tan aparentemente ajenas como “éxodo”, “salvación”, “liberación”. Comentaban, por ejemplo, que los movimientos ancestrales de los pueblos por la libertad, habían sido encabezados por caudillos religiosos, como lo hizo Moisés con el pueblo de Israel, al sacarlo de la esclavitud de Egipto; para luego conducirlo a la Tierra de la Promesa, peregrinando cuarenta largos y azarosos años por el desierto, y aun así con una suerte incierta de poder poseer la tierra prometida a Abraham y su descendencia, bajo la norma normante de sus Libros de la Ley -Pentateuco- provenientes ni más ni menos que de la mismísima Palabra del Dios de Nuestros Padres. Luego, sus propios reyes, David y Salomón, instalaron un reinado mesiánico, cuyas grandes promesas de pertenencia a un linaje único sobre la Tierra dependían del Mesías esperado, de nueva cuenta por milenios de Historia, y llegado éste, dicen Las Escrituras: “ellos no lo conocieron”. Es más, lo sacrificaron públicamente bajo el escarnio de una muerte en la cruz.
A partir de ahí, La Católica tomó la misma estafeta salvífica que fue pasando de persona a persona bajo el signo del Cristianismo. De Jerusalén pasó a Antioquía, a Grecia y Roma, de ésta a España y luego a nuestro continente latinoamericano, empezando por las islas del Caribe, a México, Mesoamérica y el vasto Sur. Ahora entiendo mejor el azoro de mis eximios maestros, al tener que digerir en sus cátedras científicas de lo social, lingüístico, político y cultural, figuras tales como las mencionadas. Ahora, esas mismas palabras exóticas no parecen tan remotas del lenguaje científico de las Ciencias Sociales, Económicas y Políticas. Los hechos y los fenómenos históricos contemporáneos las han traído a la realidad.
En México somos una Tierra de promesas, un pueblo en vías de emancipación, ya no de reyes o poderes extranjeros, sino de poderes fácticos que han dividido profundamente a la sociedad en estamentos sin vías de solución de unos para con otros. Nuestro carácter nacional está caracterizado por la desigualdad, tan injusta como aparatosa, de manera que unos pocos ostentan riquezas incalculables, a nivel de las más cuantiosas prevalecientes en el mundo y una enorme masa de otros muchos que no tienen recursos para comer a nivel de estricta sobrevivencia. No hay empleo, ni salarios bien remunerados, de manera que sus clases medias son cotos cada vez más vulnerables y en franco descenso en su calidad de vida. Los así llamados pudientes, o son nuevos ricos inscritos en zonas privilegiadas de la actividad económica o son ricos vergonzantes que cada vez más dependen del crédito para continuar en el juego de las fracciones del Capital, en equilibrio inestable.
Entre los deberes del Príncipe, según la Teoría Política, está el más sagrado de brindar protección, seguridad y justicia a la vida y bienes de sus súbditos; deberes que hoy por hoy, en México, son conculcados por un aparato de procuración e impartición de Justicia, en el que prevalece la más ominosa, vergonzosa, impresentable e inaceptable corrupción, impunidad e ineficiencia. Magistradas y Magistrados cuyo nombre exalta la sociedad con el más alto honor conferido a los más notables de la ciudadanía, pero que en su actuación y méritos reales no acreditan un tal título de altura y significación política. Cada laudo y cada sentencia sesgada, torcida o interesada es un crimen que clama al cielo.
Nuestra salvación, dicen los clásicos, reside en nuestra civilización occidental cristiana, así lo afirmó Umberto Eco refiriéndose a la Unión Europea; en América, de pueblos hermanos, seguimos siendo la Tierra de la Promesa, inalcanzada. Y nuestro éxodo será el de nuestra raigambre cultural, no hay de otra. Tenemos que ser católicos y demócratas de convicción, de a de veras.