Entre la mala racha de noticias en las últimas semanas, desde los hallazgos horrorosos en las fosas de Guerrero hasta las caídas del peso y del precio de petróleo, un dato particularmente repelente no ha recibido toda la atención que merece, quizás por tratar de una tendencia en vez de un desastre. Me refiero a la revelación de que la tasa de feminicidio en México se ha disparado en años recientes y ahora es casi el doble que la del promedio mundial.
Anunciado el 25 de noviembre, el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, este reporte del ONU es sólo uno entre varios que hablan de una cultura profundamente misoginista en este país. Considera la estimación del INEGI que más de 60 por ciento de mujeres mexicanas han sufrido algún incidente de violencia durante su vida.
Considere además el problema que en 17 de los estados es difícil o imposible acreditar el asesinato de una mujer como feminicidio. Es decir, en estados como Tamaulipas, Michoacán, Zacatecas -y aún Aguascalientes- estos crímenes se califican típicamente como homicidios, una categoría que no toma en cuenta que uno de los motivos del perpetrador pudo haber sido radicado en un desprecio hacia la víctima por el mero hecho de que fuera mujer, y por lo tanto un ser de segundo nivel.
El desprecio es precisamente la raíz del problema. Justo como la mala distribución de riqueza y recursos ha contribuido a la historia de violencia en México, así la mala distribución de respeto entre géneros facilita una actitud que permite el feminicidio. De hecho los problemas están entretejidos, ya que la pobreza propicia una mayor incidencia de violencia contra las mujeres: golpes, violaciones, secuestros, asesinatos.
Se notó hace cincuenta años en el famoso estudio del antropólogo Oscar Lewis, Los hijos de Sánchez, que se enfocó en una familia de Tepito en el D.F. (Su teoría de la “cultura de la pobreza”, dimitido durante varias décadas por “políticamente incorrecto”, ha gozado un regreso en años recientes.) Se nota hoy en los barrios más pobres de la periferia de la capital: Ecatepec, Tecámac, Nezahualcóyotl. Estas zonas recién han registrado cientos de desapariciones de niñas-adolescentes, factor que contribuye a que el Estado de México compita con Ciudad Juárez y Acapulco como la zona más peligrosa del país en donde ser una joven mujer.
Y las edecanes, ¿qué tienen que ver? Llamó la atención hace unos meses la noticia que unas edecanes del Palacio Legislativo de San Lázaro habían denunciado actos de acoso sexual en la Cámara Baja. En un nivel superficial, la nota no sorprendió. Ya en este año habíamos visto el caso vergonzoso de Cuauhtémoc Gutiérrez, acusado con amplio testimonio de haber operado una red de prostitutas personales desde la jefatura capitalina del PRI, y la igualmente vergonzosa reacción complaciente de su partido a los alegatos.
Pero en otro nivel, la noticia debe causar una reflexión sobre las mismas edecanes. Se me ocurre que una denuncia por parte de edecanes sobre el acoso sexual se parezca a una denuncia por parte de Coca Cola a la obesidad. Las quejosas son parte del problema, y el problema, como hemos visto, está grave y empeorándose.
Hay que hacer unas aclaraciones. Primero, todo ser humano merece respeto, no importa su profesión. Ninguna mujer merece un trato despectivo, no importa su modo de vestir. Sin embargo, en una cultura tan machista como es la mexicana, algunas modas femeninas puedan excitar prejuicios arraigados. Como el sexismo de muchos políticos mexicanos está bien atestiguado, vestirse como modelo sexy y luego esperar un trato respetuoso es, cuando menos, muy ingenuo.
Recuérdense la edecán más famosa de recientes tiempos, Julia Orayen, cuyo atuendo revelador se volvió lo más comentado del debate de 2012 y logró distraer la mirada del candidato Gabriel Quadri. La palabra académica para este proceso de meter a mujeres como objetos es deshumanización. En términos cotidianos: tratar como un pedazo de carne. De nuevo, la mujer se hace un ser de segundo nivel.
Segundo, la función de un edecán es supuestamente de ayudar a gente de mayor rango. La palabra “edecán” viene del término francés aide-de-camp, que originalmente se refirió a un ayudante en el campo de batalla. Luego, en las esferas políticas, se empezó a asignar aides a diputados. Los hay en Washington, aunque allá el oficio está dividido entre jóvenes de ambos géneros. En el México moderno, el aide político ha experimentado una evolución particular: primero tuvo que ser una mujer, y luego una mujer con ropa apretada.
Tercero, como a menudo es el caso en México, la figura de la edecán tiene su dimensión racial. Las edecanes -o en San Lázaro o en eventos empresariales- suelen ser altas y güeras o morenas claras. Así contribuyen colectivamente a una descalificación de la mayoría de la población femenina, por factores no meritocráticos sino racistas. Claro, los anuncios de estos puestos esconden esa tendencia con tales eufemismos como “buena apariencia”.
Por último, hay una dimensión de clase. Dado el perfil racial con cual se la define, la edecán mexicana es casi siempre de clase media para arriba. Es decir, en su gran mayoría, estas jóvenes no son edecanes por falta de otras opciones. Típicamente han egresado de una prepa, a menudo de una universidad. Podrían usar sus cerebros, pero por el afán del dinero fácil han optado por usar (más que nada) sus cuerpos.
Entonces queda una pregunta, queridos padres de familia: ¿realmente quieren que su niña crezca para ser edecán?
@APaxman
* Historiador, CIDE Región Centro