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miércoles, diciembre 17, 2025

La rebanada maldita / Minutas de la sal

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Supongo que todos se han envenenado alguna vez, casi siempre a manos de terceros: en la boda, en el bautizo, en el restaurante de lujo, en la fonda de la esquina, en el puesto callejero. Pero autoenvenenarse es otra cosa. Lo siento, hoy no podré hablar de platillos ni de letras. Todos hemos vivido ese momento en el que pensar en comida resulta el peor de los castigos, ya sea por empacho, por infección o por autoenvenenamiento.

Cierto, soy neurótica, cada vez que compro víveres reviso las fechas de caducidad. Lo mismo ocurre con lo que tomo de la alacena o del refri. Nada queda fuera de la inspección férrea. ¿Que caducó?, va a la basura, aunque la consistencia y el olor sean impecables. Tengo buen olfato, puedo detectar virajes incipientes: acidez, acedos, fermentos y descomposición. A la mínima sospecha, las cosas van al basurero, caiga quien caiga. Además, disfruto contemplar las gotitas oscuras de los desinfectantes, el aroma a cloro que despide el agua, y si pudiera tallar los vegetales con detergente, lo haría.

Por lo anterior, no me explico por qué me comí la última rebanada de jamón. Estaba en un recipiente de plástico, hermético. Era una rebana delgada, ínfima, cuyo color ya se había alejado del rosita querubín del embutido genérico. Su olor era más similar al de la acidez del vinagre, como si intentara transformarse en un chilito en conserva. No sé que planeaba esa rebanada. No sé si había sido creada con determinado carisma, el cual me llevó a tomarla para ponerla sobre un pan y comérmela en la madrugada. La disfracé con una rebanada de queso amarillo, untuoso, como los menjurjes que le ponían a los cuerpos para que no olieran antes de ser momificados. Mi hambre y mi insomnio son cómplices temibles. Créanme, dudé al tercer bocado, pero me convencí de que aquel cárnico había perdido alma y sustancia, que era lo más parecido al gólem de los embutidos. Pensé que sabía a cartón, a un trozo de papel remojado, a nada que pudiera hacerme daño. Insistí en enfocar mis papilas gustativas en el sabor casi dulce del queso.

Tras un insomnio pernicioso, ya al amanecer, logré dormir mis siete horas reglamentarias. Al despertar, había olvidado esa cena engañosa, ese acto de autodestrucción tan luminoso como el amarillo del queso. Sí, bastaron esas horas para que la rebanada maldita hiciera lo suyo.

Agradecí tener un estómago de hierro, que seguro fue forjado y templado por unas Entamoeba histolytica que entraron a mi sistema digestivo vía unos tacos de suadero, allá en mi adolescencia. Comparado con aquel episodio, este malestar fue mínimo, aunque sé que sólo algo bien venenoso es capaz de enfermarme. Lo sé, fue un acto autodestructivo que achaco a la sensación de zozobra que he tenido todo este año. 2014; no ha sido un año de bonanza ni de salud. Siento que mi trabajo está estancado, mi monedero está vacío, mis hormonas no funcionan ya, mis alergias están enquistadas, y se muere la gente que quiero. El entorno no ayuda, percibo al país como una gran fosa común dentro de la cual las transformaciones de las que creí ser testigo son implosiones. En resumen, las estructuras que creí viables están ahora anquilosadas o son irreparables. He sido una crédula en todo, como lo fui al extender ese maldito jamón sobre la rebanada de pan. Sí, todo esto que pienso y siento es también autoenvenenarse.

Durante este trance, recordé al Cristo Negro quien también es conocido y venerado como el Señor del Veneno. Cuenta la leyenda que dicha imagen sagrada libró de la muerte a un hombre bueno víctima de un hombre malo. Dicen que el hombre bueno, quien había sido envenenado, fue a besar los pies del Cristo como hacía cada día. El Cristo se puso negro al absorber el veneno del cuerpo de aquel piadoso. Bueno, eso cuenta la leyenda recopilada por Artemio del Valle Arizpe en su libro Tradiciones y Leyendas de las calles de México, que es la historia de dos rivales de la Nueva España: don Fermín Andueza y don Ismael Treviño. Sin embargo, existe una segunda versión: la víctima era un fraile que, al igual que don Fermín, besaba los pies de la imagen todos los días. Algún malvado untó veneno en el Cristo. Justo cuando el fraile llegó a realizar su rito diario, la talla de madera encogió los pies para librarlo de una muerte segura. De ahí la forma característica de este Cristo, con sus pies lastimados pero encogidos. Como sea, el verdadero Cristo Negro de estas leyendas ya no existe, se desvaneció en un incendio. Pero la réplica está todavía en una de las capillas de la Catedral Metropolitana de la Ciudad de México. Bueno, yo besaría al Cristo para quitarme este mal, para purificar todas las rebanadas malditas.

Aunque, bien mirado, debería venerar al Señor de la Salud, el mismo que sacan a pasear cuando una epidemia ataca a la población. Hace unos años se llevó a cabo una procesión en ocasión del brote de influenza que revoloteo por este país. Nada. El Señor del Veneno debería salir ahora en una procesión que recorriera todas las calles, carreteras y barrancos de este país para que absorbiera el veneno que extermina a las personas y al sentido de seguir haciendo, creyendo, creando. Requisito indispensable para no autoenvenenarse una y otra vez.

 

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