Hace muy poco descubrí el trabajo de Diane Wolkstein, una narradora oral norteamericana que dedicó buena parte de su vida a redescubrir cuentos tradicionales de diferentes partes del mundo. Diane iba a los lugares donde suponía que podía encontrar gente que conociera las viejas historias, les pedía que le platicaran y los grababa. Luego transcribía lo que le habían contado y creaba su propia versión para, a su vez, consignarla por escrito y contarla a diversos públicos. En parte, su trabajo fue similar al que aquí en México ha llevado a cabo Pascuala Corona (de quien hablaré en alguna ocasión posterior) o al que sabemos que realizaron los Hermanos Grimm: darle una forma escrita a cuentos que durante mucho tiempo viajaron de boca a orejas en diversos lugares. Pero lo que más me gustó del trabajo de Wolkstein fue que no se quedaba en la parte de escribir su propia historia, sino que, además, la sumaba a su propio repertorio de cuentos. Y, más interesante todavía, la sumaba con todo y los recursos narrativos de las personas que le habían compartido a ella estas narraciones. Uno de sus recursos favoritos lo adoptó a partir de que fue a Haití a conocer historias folklóricas de esa isla. Consiste en que la persona que quiere contar un cuento pregunta: “¿cric?” y la gente a su alrededor, si está dispuesta a escuchar, responde “¡crac!”. En su libro The magic orange tree, Diane cuenta que, todavía cuando fue a hacer su investigación a Haití (hablamos de finales de la década de 1970), la gente se reunía a platicar historias como una forma de entretenimiento comunitario, y que había narradores más o menos reputados, pero que no era un oficio como tal, sino una actividad que todos realizaban de vez en cuando. Así que perfectamente podía pasar que la gente reunida no estuviera de humor para un cuento, o que el espontáneo no fuera de los narradores favoritos: en esos casos, no había “crac” y no era motivo de ofensa: simplemente no era tiempo y no pasaba nada. Pero, según contaba Diane en la introducción, casi nunca pasó eso: la gente en Haití estaba casi siempre dispuesta a escuchar historias, incluso si ya las conocía. Dice que algunos movían la cabeza afirmativamente o incluso movían los labios mientras otro narraba: disfrutaban tanto el reconocimiento de una vieja favorita y sus posibles variaciones como la emoción y el suspenso de una historia nueva.
Como lectora me pasó lo mismos: algunas de esas historias que leí en The magic orange tree eran muy cercanas a algunos cuentos de hadas que conozco desde la infancia, pero reencontrarlos en estas variaciones me gustó mucho. Otros no los conocía de nada pero después de leerlos, cuando los encontré en video, gocé tanto al escucharlos como la primera vez.
Me gustaría aquí recomendar un libro de Diane Wolkstein pero, la triste realidad, es que no he encontrado nada de su trabajo traducido al español (ojalá pronto alguien se anime a hacerlo, creo que vale mucho la pena). Sin embargo, lo que sí puedo recomendar es la estrategia que le aprendí: ¿qué tal hacer en casa el hábito de contarnos historias? Que a veces sea mamá o papá quien empiece, pero que siempre haya disposición de escuchar, de modo que, muy probablemente, otros miembros de la familia querrán sumarse también. Porque una historia bien puede ser aquella de la Caperucita Roja (ya ven que, como lo comentamos hace unas semanas, hay versiones de Caperucita para dar y regalar), pero una historia también puede ser sobre el libro que estás leyendo o sobre cómo te fue durante la mañana en la escuela o en el trabajo. Tampoco estamos descubriendo el hilo negro: seguramente es algo que hacía la gente de las cavernas cuando unos llegaban de cacería y otros de recolectar frutos. Capaz que incluso decían algo equivalente a “¿Cric?”, que bien podríamos traducir como “¿Quieren que les cuente una historia?”, y a “¡Crac!”, que sin duda equivale a “¡Sí! ¡Anda! ¡Cuéntanos!”.
Yo agregaría algunas sugerencias para hacer más divertido el rato: proponer un tema pero nada muy estricto: “hoy toca hablar de travesuras”, “¿qué les parece si contamos historias de sustos?” o “vamos a platicar de maestros regañones”. Si el hábito prende, podemos luego compartirlo con otras personas, si tenemos invitados a cenar, pedirles que nos cuenten alguna historia que les gustaba mucho cuando niños, o alguna anécdota familiar. El reto es hacerlo sin imposiciones, que conserve la espontaneidad y el jugueteo.
Al buscar más información sobre Diane Wolkstein me enteré de que falleció en 2013, durante un viaje a Taiwán. Había ido, por supuesto, a conocer historias tradicionales de la región para poder compartirlas en su estilo. Tenía 70 años.
Enterarme de su muerte apenas unos días después de enterarme de su existencia fue doloroso de una manera extraña. Pero me quedo con la mejor parte: tuve la ocasión de descubrir su amor por las historias y de compartirlo con ustedes. Con un poco de suerte, podremos hacerlo nuestro, compartirlo con más gente y, así, mantenerlo vivo.
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