Big Eyes / Hombres (y mujeres) que no tuvieron monumento - LJA Aguascalientes
03/07/2024

Para muchos de los hombres y las mujeres que no tuvieron monumento, una de las pocas oportunidades de alcanzar, de volver a alcanzar la memoria, es el séptimo arte ¿Dónde estarían Schindler y su lista o Patch Adams y sus absurdas curaciones sino fuera por Spielberg o Robin Williams? ¿Dónde el genial pianista David Helfgot y el también genial matemático John Forbes Nash antes de Geoffrey Rush y Russell Crowe? ¿Quién va a reconocer en Big Eyes, la nueva película de Tim Burton próxima a estrenarse, que la anciana sentada en una banca del parque es Margaret Keane, la pintura de la cual la cinta es la biografía?

“Amo tu pintura. Eres el artista más grande que he visto nunca y también el más guapo. Los niños de tus cuadros están tristes. Me duelen los ojos de solo verlos. La tristeza que retratas en los rostros de los niños me hacen que quiera tocarlos”. Esas fueron, según Walter Keane en su autobiografía The World of Keane, las primeras palabras que le dirigió Margaret el día que se conocieron, un día que terminó, también según él, con ella alabándolo de nuevo. “Eres el mejor amante del mundo”. Poco después se casaron y fueron felices no para toda la eternidad sino apenas un par de años. Fueron felices hasta que Margaret acudió al club beatnik The Hungry i, el lugar en el que, mientras actuaba el gran y olvidado Lenny Bruce, Walter vendía sus cuadros. Allí Margaret se dio cuenta de que algo andaba mal cuando uno de los clientes, comprador de arte, se le acercó y le preguntó que si ella también pintaba.

La discusión entre los esposos esa noche terminó con Margaret dispuesta a irse de casa (“me tuve que quedar porque si me marchaba ¿cómo iba a mantenerme a mí y a mi hija?”), pero el encanto de Walter (“derramaba encanto”) y sus amenazas (“conozco a un montón de tipos de la Mafia”) hicieron que se quedara. Mientras Walter disfrutaba de la fama (una noche soñó que su propia abuela le decía que “Miguel Ángel ha escrito tu nombre y dice que tu obra permanecerá en los corazones y las mentes de los hombres como la suya en la Capilla Sixtina”), Margaret, casi presa, pintaba hasta dieciséis horas al día perdiéndose, además, la diversión que las memorias de su marido recuerdan perfectamente: “siempre había tres o cuatro personas nadando desnudas en la alberca. Todos cogían con todos. A veces me iba a la cama y ahí había tres chicas”.

“Necesitamos el dinero. Es más fácil que la gente compre cuadros si creen que están hablando con el artista. La gente piensa que yo he pintado los ojos enormes, y si de repente, dijera que eres tú, se confundirían y empezarían a demandarnos”. Ese fue uno de los argumentos de Walter para convencerla. Además, por esos mismos días, le ofreció una solución que a él le parecía justa, que le enseñara a pintar “los niños de ojos enormes”. Margaret lo intentó pero, por mucho que lo intentara, él no podía lograr un cuadro decente y, además, la recriminaba sin piedad (“No me estás enseñando bien. Podría pintar si me tuvieras más paciencia”). Y mientras tanto, Margaret continuaba pintando más de doce horas al día.

La situación a principios de los sesenta era económicamente perfecta y matrimonialmente horrible. Los cuadros de Keane, que todo el mundo pensaba que eran de Walter, se reproducían en postales populares y eran coleccionados por las grandes estrellas hollywoodienses. Margaret, incapaz de soportar la situación decidió demandarlo.

 

La solución propuesta por el juez fue la más sencilla. Frente a las afirmaciones de ambos de que cada uno de ellos era el verdadero autor de los cuadros, el juez les propuso que allí mismo, en la sala de juicio y frente a todos los presentes, pintaran un cuadro. Margaret terminó el suyo, que ahora cuelga en un lugar prominente en su propia sala, en cincuenta y tres minutos. Walter alegó que tenía el hombro dislocado. A pesar de haber ganado el juicio, Margaret no vio ni uno solo de los cuatro millones de dólares que el juez le ordenó a Walter que pagara, porque éste se los había bebido.

La historia termina, como todas las historias reales, mal para uno de los protagonistas y bien para el otro. Termina con Walter, alcohólico ya rehabilitado en los últimos años de su vida, creyendo en conspiraciones -para las que el término psiquiátrico correcto es “desorden delusional”-  para arrebatarle su genio, convencido de que él era el autor de los cuadros. Termina con Margaret, ahora Testigo de Jehová, preparada para volver a la memoria colectiva con una película de la que ella mismo dijo, al salir de una proyección privada, que la tuvo “en shock un par de días”.

¿Por qué un monumento para Margaret Keane? Lo merece, y sobre todo, porque ella representa los vaivenes de la fama, primero, por pintar cuadros famosos que no estaban ni siquiera firmados con su nombre, y segundo, por haber estado una década en los anales del gusto y las siguientes de lo kitsch.  Y, también porque demuestra que para la reivindicación, para ser traído de nuevo a la memoria, no hace falta sino esperar.



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