El caso de los jóvenes secuestrados en Ayotzinapa, el más reciente de una vergonzosa y terrible serie de sucesos de desaparición de personas en el país que data ya de varios años, parece ser la gota que derrama el vaso de la ira ante la la escalada de violencia física en México. A la rápida y extendida solidaridad nacional exigiendo la presentación de los secuestrados con vida, se va sumando un sentimiento generalizado de impotencia ante la todos los tipos de violencia que se perciben en otros ámbitos de la vida.
Dentro de la violencia en general, la económica resulta ser la más extendida pero de la que menos se habla. La pobreza es la más evidente de sus manifestaciones ya que esta no es una condición natural de la vida. Es el resultado de la negación forzada del derecho de las personas a algún bien público cuando los beneficios de su naturaleza se trasladan a intereses privados. La condición opuesta a la pobreza no es la riqueza, sino la equidad y justicia.
La violencia física está a menudo asociada a la económica. En el caso de Guerrero, Michoacán, y varias regiones de los estados fronterizos, es el crimen organizado -coludido con algunos de quienes deberían combatirlo- lo que ha secuestrado la paz y amenaza a diario la integridad física de la población, impidiendo el sano flujo del bienestar económico. La enormes ganancias de tan redituable negocio como el narcotráfico se queda, en parte, en manos de los pocos que controlan los carteles en país, mientras la gran tajada la obtienen los distribuidores que satisfacen la creciente demanda de droga al norte de la frontera.
En otros estados y regiones, la amenaza a la vida es resultado del rompimiento del equilibrio ecológico por omisión o incluso con el beneplácito de algunas autoridades gubernamentales. Cosa que también se manifiesta como violencia económica. Allí están como ejemplo los casos del envenenamiento de los ríos Bacanuchi y Sonora, donde en aras de un beneficio económico de alguien, se provoca el daño de muchos. De manera similar, acciones privadas niegan el bien público, como la extracción de gas por “fracking” en varios estados del centro, y con la desviación de los cauces acuíferos de poblados con agricultores y ganaderos para alimentar la presa del Zapotillo, que regará las grandes extensiones de tierra con cultivos para la industria alimenticia trasnacional.
Resulta difícil ver la injusticia que procrea la violencia económica porque es parte de la lógica preponderante, que argumenta que así ha sido y así ha de ser. Porque en el paradigma económico que permea la administración de los bienes del mundo lo que importa es el dinero, no las personas. Toda acción respecto a los bienes públicos, los bienes de todos, la paz incluida, se tamiza por la lógica de la ganancia monetaria.
Así, la práctica de esta dispar administración de los bienes públicos perjudica a un número creciente de personas. La prioridad que se da a la ganancia nubla la vista de los políticos que han aprendido el discurso de la competitividad y la eficiencia para justificar la protección de intereses privados sobre los públicos y la reducción generalizada de los salarios para hacer más atractiva la inversión.
La violencia estructural, manifestada a través del materialismo exacerbado, daña al ser humano a veces en su integridad física, pero más a menudo y de forma menos evidente, en su tranquilidad, su esperanza, su estabilidad emocional. Es por eso que la ira contra la corrupción y la injusticia, que se desnudan con los actos de violencia física recientes, cobra fuerza en todos los rincones del país.
En el modelo económico preponderante, el juego económico que priva en el mundo, las reglas favorecen a sólo unos cuantos. El hecho es que si el modelo económico no garantiza el derecho a la vida y a un mínimo nivel de bienestar a toda la población, entonces ese modelo no sirve.
Quienes han tenido la sensibilidad de descubrir que con la disparidad económica se pone en riesgo la estabildad social y la seguridad ciudadana, urgen a tomar acciones al respecto.
Pero más que mera disparidad económica, lo que existe es violencia estructural, donde por más presupuesto que se asigne al combate a la pobreza, la lógica de dar prioridad a la ganancia monetaria provoca la permanencia y profundización de la disparidad. ¿Qué tanto beneficia a los damnificados por el sistema económico las dádivas con dinero público cuando han sido violentados por la contaminación de sus ríos, por el rompimiento del subsuelo, por pérdida de sus tierras de cultivo, por la pérdida de su libertad con el avance de territorios ganados por los negocios, ya sean estos lícitos o ilegales?
Los programas asistenciales “contra la pobreza” sólo transfieren temporalmente dinero a los empobrecidos por el sistema. A la postre terminarán regresando con creces lo que recibieron, vía un consumo cultural, el que privilegia la ganancia monetaria por encima de todo, impuesto por quienes en un principio los han despojado de la capacidad propia para generar riqueza. Al hacerlo, continuarán empoderando, a su propia costa, a quienes los violentan porque el sistema económico así funciona.
El problema de la violencia en México, como en otras partes del mundo, proviene de la injusticia, misma que más a menudo de lo que se piensa, es económica. Es por eso, para detener la violencia, no basta con encontrar y sentenciar a quienes matan, con destituir a políticos o regalar despensas, mientras no se cambie el sistema que es el origen de la desigualdad y de la corrupción.
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