En el ámbito académico, los asuntos que conciernen a la ética han sido tratados, por lo general, desde la perspectiva de las humanidades. La filosofía, la psicología, el derecho son disciplinas que ofrecen explicaciones de la conducta humana relacionadas con esa noción. Tratan de responder a cuestiones acerca de la bondad, la maldad, la solidaridad, la justicia entre otros aspectos del comportamiento de los seres humanos. Ahora bien, no obstante la amplia literatura dedicada a esta cuestión, no hay sobre ella, hasta donde sé, una visión coherente y comprensiva. Esto es, se ha dado entre disciplinas distintas, y aún en la misma disciplina, un buen número de discrepancias y por ende de resultados y apreciaciones no coincidentes y aun contradictorias.
Frente a este panorama surge, en tiempos recientes, una ciencia “dura” que se interesa por esos mismos conceptos. Se trata de la neurociencia, disciplina que ha experimentado un muy amplio desarrollo en la actualidad. Preguntémonos ahora: ¿Será que este enfoque proyecte nueva luz sobre esta materia y permita dotar de una mayor coherencia al discurso sobre esos aspectos conductuales de los humanos? Veamos qué nos dice la neurociencia por lo que hace a ese tópico.
Mis comentarios se fundan, sobre todo en la primera parte de este escrito, en un artículo de Christian Keysers incluido en el libro La Ciencia del Futuro, editado por Max Brockman (RBA, divulgación, 2009).
La historia del interés de la neurociencia por el tema ético comienza en la década de los noventas. En ese entonces, los neurocientíficos italianos Giacomo Rizzolatti, Vittorio Gallese, Leonardo Fogassi y sus colegas de la Universidad de Parma realizaron un descubrimiento que les resultó sorprendente. Estudiaban cómo controla el cerebro nuestras acciones. Se percataron, durante ese proceso de estudio, que hay una región, el “córtex premotor”, que se activa para ordenarnos ejecutar una cierta actividad física. Constataron que algunas personas que habían sido intervenidas quirúrgicamente declaraban que en ciertos momentos (cuando se estimulaba esta zona cerebral) sentían la imperiosa necesidad de mover un brazo o una pierna o alguna otra parte de su cuerpo. Esto los llevó a postular que elcórtexx premotor es la parte del cerebro que controla y rige el manejo y los movimientos de nuestro cuerpo.
Pero no era todo. Algo verdaderamente notable ocurrió cuando las tareas de investigación avanzaron aún más. En una cierta etapa de ese proceso constataron otro efecto inesperado. Las mismas neuronas que se activaban para ordenar movimientos corporales voluntarios, se activaban también cuando sólo se observaban las acciones de otra persona. A las neuronas que intervienen en este mecanismo cerebral las llamaron “neuronas espejo” porque reflejan, en el cerebro propio, la acción motriz de las personas observadas. Aquí cabría la pregunta: ¿Por qué, entonces, no los imitamos abiertamente? La respuesta es que mientras estamos sólo observando, una “puerta” neural atenúa el efecto espejo e impide la imitación abierta. Se ha observado, asimismo, con cierta regularidad, el caso de algunas personas que, por ejemplo, tienden a repetir los movimientos de los labios y parcialmente los sonidos del interlocutor que escuchan. Este hecho es una constatación de la función de las neuronas espejo.
Las funciones de la neuronas espejo son responsables de cuando menos dos situaciones significativas desde el punto de vista de nuestro interés. En primer lugar, tiene que ver con el aprendizaje; en segundo, con una situación más significativa desde una visión de la ética: influye en nuestros sentimientos y por ende en los comportamientos respecto a nuestros prójimos.
En el caso del aprendizaje, se ha explicado un hecho notable. Cuando uno de nuestros antepasados homínidos veía a otro construir una lanza o un hacha, por ejemplo, aprendía a hacer lo mismo. El aprendizaje obedecía a que sus neuronas espejo captaban y simulaban, de una manera atenuada, los impulsos nerviosos que reproducirían los movimientos que la construcción de los artefactos observados requeriría. Hay, por así decirlo, una simulación cerebral de las órdenes nerviosas que inducen los mismos movimientos físicos observados en la otra persona. De aquí podría deducirse una enseñanza que acaso estuvo en boga durante el Renacimiento: La conveniencia de la cercanía física del discípulo y el maestro sobre todo en tareas como la pintura y la escultura que implican complejos movimientos corporales.
Pero este efecto cerebral no se queda en lo meramente físico. Hay que mencionar que las neuronas espejo reproducen, igualmente, los sentimientos. Según los neurocientíficos citados, tanto cuando sentimos dolor o alegría como cuando observamos los de los prójimos, se activan, en nosotros, las mismas zonas cerebrales que ordenan los sentimientos de quienes observamos. Por tanto, la activación cerebral que se desencadena produce un sentimiento de empatía con el otro. Esto significa que compartir los sentimientos de los demás no es una consideración abstracta o una enseñanza cultural; es un equivalente atenuado de nuestros propios sentimientos, motivado por la observación de los pesares y alegrías ajenos. Dicho en otras palabras: los sentimientos que nos suscitan nuestros congéneres responden a la constitución biológica del cerebro humano; no son sólo resultados de una determinación cultural, como generalmente se cree.
En estos circuitos constituidos por las neuronas espejo reside lo que se ha dado en llamar el altruismo intuitivo. La noción del comportamiento altruista parece estar incorporada en numerosas religiones. Los cristianos católicos, por ejemplo, deben obedecer el mandamiento que les ordena: ama a tu prójimo como a ti mismo. Traslado, para apoyar este punto, un párrafo del artículo de Keysers. “Los mecanismos cerebrales que nos hacen compartir el dolor y la alegría de los demás son las bases neuronales que nos predisponen intuitivamente a seguir esa máxima. Nuestro cerebro es ético por su propio diseño”.
No obstante su rigor científico, esta concepción de la ética ha sido sometida a severas críticas. Se alega, en su contra, el principio evolutivo del gen egoísta. Este principio, se dice, favorece a los individuos que dejan una mayor prole, ya que ven sólo por sí mismos; no favorece a los altruistas que se olvidan de sus propios intereses en beneficio de los demás.
Esta objeción podría ser válida si se considera al individuo aislado. Pero los seres humanos somos seres eminentemente sociales. Como propone Keysers, pensemos en una familia que carezca de empatía entre sus miembros. Los hermanos y otros miembros se robarían entre sí y muy poco podrían aprender los unos de los otros. En una familia empática, por el contrario, sus miembros aprenderían unos de otros y colaborarían entre sí. De este modo, ante las necesidades vitales, la colaboración favorecería las prácticas de la caza y la recolección de frutos, la división del trabajo y el cuidado de los hijos. Por consiguiente, una familia en la cual los miembros colaboraran dejaría una prole mayor. En consecuencia, la cooperación y el altruismo no violan la lógica evolutiva.
Otra objeción es la capacidad de los humanos de hacer daño, a veces un daño cruel en extremo, a sus semejantes. La respuesta a esta situación se explica así: Cuando nuestro interés personal está muy fuertemente amenazado y en conflicto con el de los demás, la búsqueda del beneficio propio atenúa la capacidad de empatía por los semejantes.
Por otra parte, en el diseño de ciertos sistemas sociales se han incluido formas organizativas que dan lugar a una disminución de nuestra capacidad empática. Esto ocurre cuando ejercerla iría en contra de propósitos de algún segmento dominante del conjunto social. Los ejércitos son un ejemplo de esos componentes de la sociedad. En el ámbito militar, los altos mandos ordenan a sus soldados acciones que infligirán daños graves a sus adversarios. Pero esos militares de alta graduación suelen no presenciar las acciones que ordenan. Por su parte, los soldados que las ejecutan se liberan de las eventuales culpas que les produce su acción, convenciéndose de que no es una decisión suya; que sólo obedecen órdenes. Se puede conjeturar que cuando Hannah Arendt tituló su libro La Banalidad del Mal, acaso tendría en mente estos dispositivos que cierto tipo de organizaciones sociales construye para bloquear nuestro sentimiento de empatía por el prójimo.
Un ejemplo más es lo que podríamos llamar la “normocracia”; esto es, el uso de las normas excesivas y radicales, sin matices, aplicadas a rajatabla. Cuando las normas se llevan a extremos, y los castigos por permitir que se incumplan, aunque se trate de situaciones insignificantes, son severos en exceso, no atendemos a nuestra empatía con los demás. Por ejemplo, en el caso de los servidores públicos, cuando una decisión afecta a una persona que no cumple una norma que tiene consecuencias negativas imperceptibles para la sociedad, aunque sea evidente que se comete una injusticia al aplicarla, no se atiende la natural empatía con quien sufre los efectos de la decisión. Siempre está a mano la explicación de que quien la aplica no es el injusto; la norma es quien comete la injusticia.
Una situación extrema es la que se planteaba en el interior de los campos de concentración durante la Segunda Guerra Mundial. Según relata Primo Levi, en su libro Si Esto es un Hombre, los prisioneros, salvo contadas excepciones, no son solidarios entre sí. Unos se aprovechan de los otros sin importar los efectos dañinos, a veces mortales, que sus acciones puedan causar a sus compañeros. Levi atribuye esta conducta, falta de toda solidaridad, al menos en mi interpretación, al extremo individualismo y a la soledad a que son reducidos quienes han sido internados en un campo de ese tipo.
Quizá, entonces, se pueda inferir de las ideas previas algunas enseñanzas. Por ejemplo, que las sociedades que fomentan intereses individuales extremos, que mueven hacia el individualismo radical, que se rigen por normas sin matices que se aplican a rajatabla, que alejan a las personas de los efectos de sus decisiones que afectan a terceros, que sustituyen las decisiones responsables de sus subordinados por órdenes estrictas e inobjetables, son sociedades en donde se minimiza nuestra capacidad natural de empatía por el prójimo.
Planteemos ahora una interrogación final. ¿Será posible que en un futuro no muy lejano estas consideraciones tomadas de la neurociencia influyan en el diseño de las instituciones sociales? Si la neurociencia tiene razón ¿se podrá organizar algún día la sociedad humana de un modo tal en que florezcan nuestros sentimientos de empatía y altruismo naturales hacia los demás para dar origen a esa sociedad buena y justa que planteó la más noble tradición de la Grecia clásica?
Con toda franqueza debo decir que no lo sé. Sólo me animo a afirmar que me gustaría que así fuere.