Hay ocasiones en que por mejor que se planee, algo sale mal. Hay momentos, detalles, decisiones que voluntaria o involuntariamente nos hacen decir “¡Cómo pudo fallar, si iba todo tan bien!”. En esas ocasiones, más vale tomar las cosas con actitud y hasta con un poco de humor.
Y no se trata de la conocida Ley de Murphy, que al contrario de lo que se piensa, no es un precepto pesimista, que establece que si hay algo que pueda fallar, fallará, sino que es un principio de calidad, mediante el cual un emprendedor debe pensar en todos los detalles en los que pueda cometerse un error, para corregirlos a tiempo, porque si cualquiera de ellos no se atiende, en el momento más crítico, en efecto, eso que podía fallar, falla.
Pero hay otras ocasiones en que los peores enemigos de que una misión llegue a buen puerto, son los mismos creadores de dicha misión. Y no por descuido o mediocridad, sino con toda la intención de que la tarea falle.
Marco A. Almazán fue un abogado, escritor, diplomático, político y humorista mexicano que durante muchos años (de 1964 a 1991) colaboró en Excélsior, en la columna humorística “Claroscuro”, de donde surgieron cientos o quizá miles de cuentos o episodios breves con los que compiló muchos libros, de ligera lectura y de una habilidad humorística sin igual.
En una de esas columnas, llamada como este canto, el humorista narra lo siguiente:
Un día un viejo amigo mío me invitó a visitar la fábrica de la cual era gerente. La fábrica estaba en un gran edificio, que a su vez ocupaba hectáreas enteras en las afueras de la ciudad. Todo el edificio era funcional y moderno, y antes de entrar me hicieron un examen físico y un análisis psiquiátrico. Después me obligaron a ponerme un casco y una bata blanca, con una placa en la que aparecía mi fotografía, nombre, dirección, número de teléfono y referencia de dos bancos, y otras tantas casas comerciales.
–Perdona que te hayamos hecho pasar por tanto requisito– me dijo – pero tú comprenderás que en estos tiempos de piratería industrial, uno no puede fiarse de nadie. Son requisitos que ha fijado la junta de accionistas y que yo no tengo más remedio que acatar y ver que los cumplan los demás.
–No tengas cuidado -dije, haciendo el ademán de sacar un cigarrillo-.
–¡No! -gritó mi amigo- No se te ocurra fumar. Está prohibidísimo.
–¿Acaso fabrican ustedes explosivos o productos con material inflamable? – pregunté.
–No. Aquí fabricamos defectos. Defectos de fábrica. De cualquier manera está prohibido fumar. Ven conmigo y verás porqué.
Mi amigo el gerente, me tomó del brazo y me condujo a un enorme salón, donde una serie de empleados y operarios desempacaban toda clase de artículos, desde alfileres hasta automóviles.
–Este es el departamento de admisión -me explicó- Aquí recibimos todos los productos manufacturados que nos envían nuestros clientes, los respectivos fabricantes, con el fin de crearles defectos. No a los fabricantes, sino a los productos.
Después pasamos a un gran laboratorio, donde docenas de especialistas examinaban minuciosamente los artículos y sus partes.
–Aquí revisamos y analizamos las mercaderías -prosiguió mi amigo- Se trata de muestras no comerciales y por lo tanto llegan casi perfectas. Entonces nuestros técnicos estudian cuál podría ser su punto débil, y una vez que lo han decidido pasan el artículo con el informe correspondiente al siguiente departamento.
Mi amigo, después de identificarse como gerente de la empresa, me llevó a una nueva sala.
–Ésta es la sección más secreta e importante de la fábrica. Aquí, por decirlo así, evitamos que la industria nacional se vaya al diablo. En este departamento se crean los defectos de fábrica con que saldrán los diversos artículos al mercado, con el fin de que duren lo menos posible.
Al advertir mi gesto de asombro, el gerente sonrió y me explicó.
–Tú comprenderás que si los fabricantes lanzaran sus productos al mercado sin ningún defecto, éstos tardarían una eternidad en deteriorarse, lo cual causaría una seria disminución en las ventas. En otras palabras, el fabricante debe asegurarse de que siempre hay una constante demanda por sus productos. Si estos fueran perfectos permanecerían así por tiempo indefinido, de esta manera los clientes sólo tendrían que comprar uno, que les duraría mucho tiempo. En cambio nosotros les creamos una pequeña falla, una deficiencia, un desarreglo que limita su durabilidad y así obligan al público a comprar otros más para sustituirlo. Comprar, comprar, comprar; eso es de lo que se trata. De otra manera, la industria y el comercio se van al cuerno.
Mi amigo me condujo a diversas mesas.
–Mira, por ejemplo, este bolígrafo. El técnico que lo trabaja está tratando de menguar la calidad del resorte con el fin de que no dure más de 6 meses sin romperse. Aquí tenemos por otra parte un refrigerador cuya calidad ha sido muy difícil de desmejorar, pues todo en él funciona a la perfección. Sin embargo, se nos ocurrió debilitar la manija de la puerta, de manera que al cabo de un año, el usuario se quede con ella en la mano cada vez que lo abra. Este contratiempo produce tanta rabia, que el propio usuario la emprende a patadas contra el refrigerador y en poco tiempo lo hace pedazos y lo destruye del todo, lo cual obliga a comprarse uno nuevo. En esta otra sección añadimos una sustancia a un conocido talco, con el fin de que produzca urticaria. Y allá tenemos una motocicleta a la que hemos creado un desperfecto para que se parta en dos al llegar a los 2000 kilómetros. Créeme viejo; en nuestra actual sociedad de consumo, los defectos de los productos son más importantes que los productos mismos.
Hoy, esta ave conoce de muchos mortificados porque hay quienes apuestan cotidianamente al fracaso de las labores de otros, con fines mezquinos y electoreros, para lo cual se valen de mentiras e infundios. Sirva la presente como una invitación a tomar las cosas con mayor tranquilidad, con confianza en uno mismo, y con la perseverancia suficiente para llevar el navío a buen puerto. Recordemos que lo nuestro debe ser brega de eternidad.
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