Recuerdo con luminosa claridad la escena social de Aguascalientes en un primer viernes del mes de la década de los 50. Todos los colegios católicos, decir privados sería redundante, el jueves de vísperas o la mañana del viernes desde muy temprano se aprestaban a llevar a confesar a sus alumnos, a las parroquias y templos cercanos del barrio, incluyendo a la catedral-basílica de la Plaza de Armas. Diligentes confesores acudían a los colegios de niñas, dirigidos por monjas o señoritas de abolengo y alta reputación social, para prepararlas a la sagrada comunión. Todo en la ciudad era una gran liturgia religiosa, las abuelas, tías y mamás también hacían filas en los confesionarios, para dar buen ejemplo de fe a sus hijos. Los comerciantes del centro y de los mesones, iban de carrera a ver si había un cura disponible que escuchara de rapidito su confesión. Las misas en capillas improvisadas dentro de los colegios eran una opción muy funcional. Los vendedores de flores hacían su agosto, porque cada altar por modesto que fuera tenía su arreglo floral. Y todo olía a nardo, rosa, clavel, alcatraz y gladiola, principalmente. Seguramente los masones de la calle Madero veían con nostalgia aquellos días de prohibición del culto público que enarbolaron las Leyes de Reforma. Mientras que la mirada del obispo de la diócesis se enternecía al ver las filas interminables de escolapios que rigurosamente uniformados iban a recibir la comunión.
Esa otrora idílica escena de práctica social y religiosa de los aguascalentenses fue diluyéndose en el marco social, a medida que avanzaron incontenibles las revolucionarias décadas de los sesentas y setentas. Yo creo que para los ochenta, ya estaba consumado un cambio social de profundas repercusiones. El avasallante proceso de secularización de la sociedad avanzó incontenible, la estridente y contestataria música del Rock and Roll se había impuesto; el peace and love de los hippies ya se había albergado en el corazón de la juventud que, a los jeans ceñidos y acampanados, minifaldas y blusitas ombligueras, sumaba el inextinguible cigarro en la boca, a todas horas y en todo lugar, y la precoz ingesta de licor se hacía pandémica. La transculturación de los jóvenes estudiantes universitarios era un hecho consumado, debido a la necesaria emigración al D.F. y otros estados para poder seguir una carrera profesional. Las y los aguerridos directores de escuelas privadas confesionales fueron literalmente extinguiéndose, para dar paso a instituciones más seculares, más laicas y de prácticas religiosas menos ostensibles, en una sociedad que había radicalmente cambiado. La propia diócesis de Aguascalientes sufrió una crisis de profundas raíces, incluso expulsando o reprimiendo a buena parte de su clero y dejando su Seminario Diocesano, prácticamente vacío. La secularización de la sociedad ya era un fenómeno irreversible.
En esa era de transición socio-cultural, la ciudad -por llamar así al todo por la parte- se nos volvió más plural, más laica, más secular y desde luego más permisiva. De manera que treinta y cinco años después, observamos una formación social con usos, costumbres y prácticas sociales harto diferentes a las de aquellas épocas de incipiente y novel toma de conciencia social, política y ético-religiosa de la población. A la luz de esta profunda y abrupta transformación -se decía en los tiempos del Concilio Vaticano II, época “de cambios profundos y acelerados”-, la sociedad hidrocálida y de México ya no es la misma.
En este contexto, resulta evidente el desencuentro del obispo Ordinario o residencial de Aguascalientes, sufragáneo de la Arquidiócesis Metropolitana de Guadalajara, no muy remota de la Arquidiócesis de Morelia, Michoacán y prácticamente vecina del Ordinario de Zacatecas, y los metropolitanos de León, Guanajuato y San Luis Potosí y Querétaro; sin olvidar la íntima relación -aunque distante en el territorio- con el arzobispo metropolitano de la Arquidiócesis de Mérida, Yucatán. Este centro-occidente de la república que acoge maternalmente todo el Bajío y reproduce geográficamente la zona Cristera, por excelencia, es el escenario de una lucha encarnizada entre la visión del mundo que fue -en esa era pretérita- y la del mundo que hoy es, en un frenético cambio de transculturación a nivel global, que ya llegó, ya está aquí y no regresará en el tiempo.
Aquí, para bien o para mal, se quiere hacer valer a toda costa aquello de que “el que manda, manda”. Sin importar órdenes de Gobierno, o niveles de Poderes constitucionales del Estado mexicano; y, sobre todo, sin querer aquilatar suficientemente la transmutación social a un estadio de mayor reivindicación de los Derechos y Deberes Civiles, tanto en lo individual como social. La sociedad, digamos enfáticamente hidrocálida, ha transitado hacia un modo sociológico más autonómico en lo moral, así sea todavía trastabillante, que ha aprendido a tomar mayor distancia crítica de los paternalismos del Estado y de la Iglesia; que se ha aventurado -con incierta fortuna- a experimentar más su libertad de opción para decidir lo que cree más apegado a sus valores personales, independientemente de la doctrina o de la ideología culturalmente dominantes. Todos estos son factores sociales que, si bien es cierto no acaban de cuajar del todo, ya están presentes en el escenario social y tenemos que aprender a convivir civilizadamente con ellos.
Nuestra generosa, buena y heroica tierra de cristeros, ya cuenta con sus santos mártires canonizados por Su Santidad Juan Pablo II, y ese timbre de orgullo llega a muchas familias de la región; pero ese dato sociológico no obsta para constatar que, estructuralmente, han sido los valores invocados por una oligarquía económica que detenta de hecho el poder político, la que enarbola los derechos de autoridad omnímoda de la Iglesia Católica a través de sus obispos tanto metropolitanos como ordinarios sufragáneos y residenciales. Oligarquía que no es únicamente un epíteto izquierdista y socializante, sino un dato duro fincado en la Historia. Vea usted si no, cómo la finca veraniega de los nobles Rincón-Gallardo es ahora el despacho del gobernador en turno; importantes haciendas de la región son herencia familiar y patrimonio de reconocidos ganaderos, que migraron a la ciudad en busca de educación y servicios públicos de calidad; importantes terratenientes y rancheros tradicionales de la Colonia siguen ostentando con orgullo el fierro de sus hatos de ganado y tierras cultivables o forestales sobre todo de las Sierras Fría y del Laurel; otros convertidos en comerciantes y propietarios especuladores de espaciosos lotes urbanos, sumados a los grandes industriales pioneros del estado y algunos remanentes mineros forman ese conjunto social que por denominación de origen es oligarquía criolla y mestiza, como vanguardia emprendedora de la sociedad aguascalentense que hoy somos.
Este núcleo social, con más o con menos, se arroga el derecho de decidir lo que somos y debemos ser los hidrocálidos. Hijos predilectos de la Santa Iglesia. Aunque sus conductas y prácticas morales sean de relumbrón, disten mucho de una auténtica ética evangélica cristiana, y al final practiquen ostensiblemente una perniciosa doble moral. Estando así las cosas (decían los clásicos: “quae cum ita sint”), no debe sorprender que la confrontación, el encono, las rabietas emocionalmente incontenidas ante la terca oposición de los que para ellos son duros de cerviz e inequívocamente calificados de “rudos y remisos”… Remember: “de catechizandis rudibus”, es punto menos que admisible, porque supuestamente representan minorías insignificantes que no tienen derecho de imponer sus puntos de vista a la sociedad total.
Si esto es así, entonces tenemos que retomar el check-list de los cambios sociológicos e históricos ocurridos para justipreciar el nuevo estatus que guarda nuestra sociedad local. Sin este inventario básico es imposible dar un paso hacia adelante. Tenemos que reconocer el nuevo orden societal a que hemos llegado y asumir de una vez por todas, nos guste o no, que las reivindicaciones sociales actuales tienen fundamento en una radical alteración estructural y dinámica de la sociedad que una vez fuimos. Hoy somos una comunidad civil plural, diversa por origen e ideología, fundamentalmente laica, progresivamente secularizada y sí, hay que asumirlo con toda verdad, cada vez más autonomizada y permisiva. Se acabó la norma de que “el que manda, manda”.