La semana pasada hablamos sobre el mes patrio y su platillo casi oficial: el chile en nogada. Decidí centrarme en la granada, porque toda inflorescencia contiene, per se, misterio. El sabor de esta fruta es único y su simbología bastísima. Muchas historias están aunadas a la granada. Todo esto, en alguna medida, muestra de dónde venimos y, acaso, a dónde queremos ir. Lo dicho, para muchos los granos de la granada sobre ese platillo parecen muy mexicanos, pero no lo son. La granada ha recorrido un camino largo para coronar nuestro festejo.
Es curioso cómo la simbología de este fruto se ha polarizado por épocas. Si buscamos los orígenes, descubrimos que se la ha asociado a la fertilidad desde la antigua Grecia. La leyenda dicta que el primer granado fue plantado por Afrodita. En Roma, por ejemplo, el tocado de las novias se hacía con ramas de granado. La granada abierta ha simbolizado el deseo y, por consecuencia, también la culpa. Esto proviene del mito de Perséfone, quien come un grano de granada ofrecido por Hades. Así Perséfone rompe el ayuno obligado en los infiernos, por lo que es sentenciada a ser esposa de Hades y vivir en los infiernos por toda la eternidad. Pero Zeus, siempre generoso, le permite salir y entrar por temporadas: Perséfone debe estar un tercio del año en la oscuridad y los otros dos al lado de los inmortales. El grano de granada es el símbolo de la seducción y el castigo por caer en la tentación. La granada es el dulzor maléfico.
Por otro lado, en la simbología cristiana, la fecundidad que representa la granada se enfoca al plano espiritual. San Juan de la Cruz escribe que los granos de la granada son como las perfecciones divinas, es decir, innumerables. La redondez del fruto es como la eternidad divina, y el suave sabor del jugo como el gozo del alma. Con esto, se despoja a la fruta de cualquier referencia a la sexualidad. De repente, esta fruta es tan prístina que hasta Catalina de Aragón la adoptó como símbolo. Otros también lo hiceron, como el rey Enrique IV que la transformó en emblema con la frase Sour but sweet (amargo pero dulce). Otro lema memorable, que juega con la forma de la granada sin abrir y su pequeña corona, es el de Ana de Austria (madre del rey Luis XIV): My worth is not in my crown (Mi riqueza no está en mi corona).
El granado es originario de una región que abarcaba la Persia antigua, Siria, Kurdistán, Afganistán hasta el norte de India. Fueron los árabes quienes lo introdujeron, junto con la caña de azúcar, el arroz, entre otros, en al-Ándalus, territorio que abarcaba la península ibérica y la Septimania bajo el poder musulmán durante la Edad Media.
Al saber esto, contemplar de nuevo el color rojo sobre la nogada nos hace evocar muchas cosas: los años de historia de un imperio; árabes, judíos y gentiles conviviendo en un mismo territorio, enriqueciendo la economía, la cultura, aspirando a la grandiosidad de una civilización variada. Sí, el Imperio Español firmó su sentencia de muerte al expulsar a los árabes y los judíos de su novísima nación. Bueno, ese momento histórico es también nuestro origen. Es vital reconocer nuestro origen árabe, judío y gentil. Nuestra identidad tiene bases que llegaron de continentes distantes y de culturas diversas. Sí, México es una ex colonia que surgió de la destrucción de otro imperio, pero no de una destrucción total. Mucho de nuestra cultura prehispánica está en nuestros platillos, en las calles, en nuestras costumbres y nuestro temperamento.
Lo que quiero decir es que un chile en nogada es más que una receta, es más que un promocional de los restauranteros. Podría ser un símbolo de lo que podemos ser, y que parece latente a perpetuidad: una nación con equilibrio.
Por un momento se antoja que esa combinación de colores, sabores y texturas, que de entrada parecen contrarios, muestra que los diferentes pueden crear una unidad memorable, sabrosa, digna de cualquier mesa, de cualquier ideología. Eso sería resignificar una palabra que usamos a destajo y despreciamos por razones equivocadas: Independencia.
Sea, celebremos.