Yo no le voy a leer esos cuentos a mi hija, son del año de caldo, dijo una de las amigas en el café. No crean ustedes que hablaba de las aventuras de Gilgamesh o de las aventuras de Hércules; ni siquiera se estaba quejando de los Hermanos Grimm o de Andersen: hablaba de los cuentos que venían en nuestros libros de lectura de la SEP en los años ochenta. Son historias desfasadas, no tienen nada que ver con lo que estamos viviendo, seguía la queja de mi amiga, mientras yo comenzaba a sentirme incómoda: sí, de acuerdo, estuvimos en la primaria hace cosa de treinta años, pero ¿año del caldo? Y más importante: ¿de veras las historias son productos perecederos, que hay que desechar una vez que pasa la fecha de caducidad?
Mientras mi amiga seguía hable y hable, yo me puse a reflexionar sobre ese tema y concluí que sí hay historias con fecha de caducidad pero también historias que permanecen. Y que si los personajes son interesantes, sus conflictos son genuinos y la forma en que se resuelven es creativa, la historia va a sobrevivir por mucho tiempo. Más si, encima de todo, está bien escrita (o bien contada, porque también aplica a las narraciones orales, los chistes y las anécdotas familiares).
Sin ir más lejos, había una historia de cuando íbamos en tercero de primaria: esa amiga, justo la que acaparaba la conversación, se quedó dormida en su asiento, en plena clase de matemáticas, y despertó en medio del silencio de la clase pidiendo su lechita. Desde entonces, mis excompañeros de la primaria y yo hemos popularizado la frase: “¿qué, quieres tu lechita?” cuando alguien interrumpe una conversación seria para salir con un comentario que ni al caso.
Pero eso no lo podía argumentar porque mi amiga seguía con su perorata: desde su punto de vista, nada como leerle a su niña historias de actualidad, de preferencia con una enseñanza práctica: qué hacer en caso de incendio, de secuestro terrorista o de clonación de tarjetas de crédito. Yo bostezaba discretamente. Entonces, como por un milagro, mi amiga estornudó. Aproveché su pausa forzada para preguntarle si a su hija le gustaban esas historias tan útiles y pertinentes. Me miró como si estuviera yo loca: como que jamás se le había ocurrido que, encima de todo, las historias pudieran ser placenteras o divertidas. ¿No te acuerdas cómo nos gustaba aquella del ojo en el dedo?, le pregunté. Claro, nunca tuvo mayor utilidad que imaginarnos para cuántas cosas usaríamos un ojo que nos saliera de repente en la yema del dedo, pero nos dio mucha diversión. ¿O aquella de la niña que inventa la palabra palitroche?, insistí. Ahí sí, mi amiga sonrió. Era una historia muy padre, dijo. Pero es actual, se defendió: en nuestros días, todo el tiempo surgen palabras nuevas.
¿Y si te digo que ese cuento en realidad es parte de una novela que publicaron originalmente en 1948?, contraataqué. Y, en un arranque wikipédico, le conté que la lectura aquella de tercero de primaria era la adaptación de un fragmento de Pippi en los mares del sur, una de las novelas de la serie de Pippi MediasLargas, de la sueca Astrid Lindgren. (Libros, por cierto, muy recomendables, aún ahora, sesenta y tantos años después). Lo que importa, insistí, es que las historias nos sean entrañables. Y para eso, lo que hace falta es que podamos sentir empatía con los personajes. ¿De qué nos sirve un cuento que simplemente explique el funcionamiento de una videocasetera beta? A lo mejor en su momento fue menos árido que un manual pero ahora, que ya no hay ni siquiera VHS’s, ¿quién lo leería? A menos, claro, que prender la Beta fuera de vida o muerte para resolver un misterio… Mi amiga torció la boca con una expresión de no acabas de convencerme. En serio, insistí. ¿Tú crees que la Cenicienta sigue gustando porque todo mundo necesita saber cómo limpiar un fogón o cómo separar lentejas de frijoles? Ah, pero todos nos hemos sentido hechos a un lado injustamente.
¿Pero tú crees que una historia vieja le puede interesar a un niño moderno?, me preguntó. Y yo, que me sentí inspirada en ese preciso instante, llamé a la hijita de mi amiga y le dije: ¿Quieres que te cuente una historia de cuando tu mamá era niña y se quedó dormida a media clase de matemáticas? La niña abrió enormes los ojos: ¿mi mamá se quedó dormida en el salón? No se lo podía creer. Oh, sí. Y no sólo eso, le dije, y comencé mi narración: hace mucho, mucho tiempo, en el año del caldo, un día tu mamá se quedó dormida… Cuando llegué a la parte en que mi amiga, a sus ocho años, despertaba gritando “Mami, quiero mi lechita”, la hija de mi amiga estaba extasiada. ¿Ves? Lo importante no es si la historia es vieja, sino las emociones que despierta, le dije a mi amiga y huí, antes de que ella reaccionara.
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