No nos podemos rendir a la superficie plana de la validez a la cual el formalismo legalístico moderno nos ha vinculado y condenado, y se debe llegar a recuperar el estrato hasta ahora subterráneo de la efectividad. La consecuencia será la recuperación de un sustancial pluralismo jurídico, será el descubrimiento de una riqueza perdida o por lo menos olvidada.
Paolo Grossi.
El miércoles pasado, autoridades del flamante INE (antes IFE) presentaron en Aguascalientes un documento denominado “Informe país sobre la calidad de la ciudadanía en México”.
Resultado de una encuesta a once mil mexicanas y mexicanos a lo largo y ancho del territorio nacional, el documento -desarrollado de manera conjunta con El Colegio de México- surge “en el marco del objetivo estratégico de ‘Contribuir al diseño e implementación de prácticas y políticas públicas que favorezcan la construcción de ciudadanía en México’ de la ENEC 2011-2015”, según se dijo en la presentación.
La hipótesis central del estudio es que la ciudadanía en México atraviesa por un complejo proceso de construcción que se puede caracterizar por su relación de desconfianza en el prójimo y en la autoridad, especialmente en las instituciones encargadas de la procuración de justicia; su desvinculación social en redes que vayan más allá de la familia, los vecinos y algunas asociaciones religiosas; y su desencanto por los resultados que ha tenido la democracia.
Iniciaba el siglo XIX en Francia, habiendo triunfado la revolución que inventara la guillotina como forma práctica de terminar con el apellido como forma de acceder al poder, cuando Napoleón Bonaparte encargó a una Comisión la redacción del nuevo Código Civil. La comisión la integraban Jean-Étienne Portalis junto con Tronchet, Bigot de Préameneu y Maleville.
Era el triunfo del Estado Moderno sobre la monarquía. El jurídicamente absolutista Estado Moderno creaba su libro sagrado: el Código Civil. Ya habría tiempo de crear el resto de la doctrina, con sus propios santos de altares, catedrales, ministros de culto y al centro de su cosmos: el mismísimo dios-estado.
Las normas de la sociedad, hasta entonces dejadas a una infinidad de gremios que integraban la socialmente rica cultura medieval, eran apropiadas por el Estado. Ya el derecho civil no sería el derecho de la gente, sino que se convertiría desde entonces y hasta la fecha, en el derecho del Estado para ser cumplido por la gente.
Con la promulgación del Código Civil Napoleónico terminaba la era en la que a los gobernantes (monarcas de todo tipo, príncipes seculares y eclesiásticos, de acuerdo a la región, las costumbres y las familias; y una infinidad de clases de señores feudales, así como ciudades libres fomentadas por burgueses) les interesaba apenas el poder político, controlado con un ejército normalmente, y la estabilidad económica que les daba ser los señores de quienes trabajaban para ellos, pero respetaban la organización gremial, social y religiosa, siempre que no les afectara en lo político.
Sin embargo, desde entonces, a quienes gobiernan el mundo también les ha resultado interesante la vida privada de los ciudadanos: con quién procreamos, con quién nos asociamos, a quién le rentamos una propiedad, y cómo lo hacemos, en dónde guardamos nuestro -poco o mucho- dinero, cuánto nos da y nos quita de interés, dependiendo si lo damos a guardar o lo debemos. Les interesan nuestros bienes, cuántos son y cómo se llaman nuestras hijas e hijos, nuestro cónyuge o nuestra soltería, nuestros padres y hermanos, nuestra casa, nuestra forma de ganarnos la vida, con quién nos asociamos para hacerlo mejor, cuánto mejor lo estamos haciendo, y por supuesto, su correspondiente dividendo. Les interesa la fachada de nuestra casa, la superficie, el contenido, los materiales con los que está construida, su valor comercial, el uso que le demos y el número de personas que la ocupan.
El Estado se tornó en un ente unitario, omnipresente, asfixiante, criatura monocrática opresiva de la realidad social, que por naturaleza es rica y heterogénea.
Es precisamente Jean-Étienne Portalis en el “Discours préliminaire”, la presentación del proyecto de Código Napoleónico en el año 1804, que se dice convencido que la unicidad de reglamentación civil era alcanzable después de que la Revolución había reducido el reino de Francia a una unidad, a una estructura rígidamente centralizada, y describe a la hasta entonces vida medieval como una société de sociétés, una sociedad de sociedades(1). En el medioevo existió una sociedad integrada por muchas sociedades, con una red confusa de normas, un magma, elástico y complejo de derechos, que viene a ser sustituido por el frescor perezoso de la unicidad jurídica estatal.
Hoy, doscientos años después, en el imperio del Estado Moderno, con la soberbia que lo caracteriza, se cuestiona a sí mismo por qué sus ciudadanos desconfían no sólo de la autoridad, sino ahora hasta del prójimo. Por qué no confían en las instituciones, principalmente en las encargadas de la procuración de justicia y por qué existe desvinculación social en las redes que van más allá de la familia, los vecinos y algunas asociaciones religiosas. Hoy el Estado se pregunta por qué el desencanto por los resultados que ha tenido la democracia.
Yo empezaría por plantear una nación en la que se permitiera a la sociedad desarrollar sus propias instituciones, organismos y reglas. Permitir a la sociedad organizarse con base en sus necesidades, no a partir de los ojos gobierno. La sociedad tiene la capacidad de solucionar sus propios problemas si el gobierno pone las condiciones para lograrlo.
La ciudadanía se construye respetando a los ciudadanos, no sustituyéndolos. Tanta sociedad como sea posible y apenas tanto gobierno como sea –módicamente– necesario.
1. “Cette prodigieuse diversité de coutumes que l’on rencontrait dans le même empire: on eut dit que la France n’était qu’une société de sociétés”. El discours préliminaire puede ser consultado en Naissance du code civil – La raison du législateur. Paris: Flamarion, 1989; la cita está en la p. 36.
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