Sobre Retrato involuntario de Marina Azahua - LJA Aguascalientes
21/11/2024

  • ¿Cuál es la frontera donde la fotografía se vuelve un acto violento?
  • Qué gira alrededor de estas fotografías: ¿ morbo?, ¿fascinación?, ¿desconcierto?

La obsesión del tiempo. La obsesión por el instante. La obsesión por el pasado, por los recuerdos. Sir John Herschel fue quien utilizó por primera vez, en 1839, el término fotografía, que se deriva del griego: photos (luz) y grapho (escritura). Él descubrió que las sales de plata, que son insolubles en casi todos los solventes, se disuelven en hiposulfito de sodio, lo que permite su uso para fijar imágenes. Herschel fue el primero en imprimir fotografías en placas de vidrio cubiertas con emulsión de plata y el papel fotográfico. Desde entonces, el hombre ha recurrido a este medio para capturar los momentos que quiere recordar. Instantes que se fijan en placas, en papel, en archivos, y que probablemente duren más allá de la vida de los propios involucrados: el que tomó la fotografía y aquellos que son capturados.

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Sin embargo, desde siempre el ser humano ha deseado capturar la naturaleza, atrapar el tiempo. Los retratos, por ejemplo, entendidos como pinturas, fueron antes de la fotografía, el medio para preservar las imágenes de los seres queridos, de los momentos entrañables y de los paisajes. Ahora todo es más fácil e inmediato. Pese a que al principio los procesos de la fotografía eran muy lentos, el ser humano ha logrado desarrollar tecnología que permite capturar cientos de imágenes en poco tiempo. Se puede retratar a cualquiera, en cualquier instante, sin una razón en especial, sin importar si es trascendente o no. Pero, ¿qué es la imagen? ¿Qué implica querer recordar un momento? Bajo estas premisas se pensaría que el ser humano únicamente desea rememorar momentos felices, pero esto no es del todo cierto. También la fotografía se ha utilizado y se utiliza como testimonio del horror, como el lado oscuro de la memoria. Cientos y cientos de imágenes han servido para dejar amargos recuerdos de atrocidades, de destrucción, del lado más terrible del ser humano. Fotografías donde la propia cámara ha sido un arma y donde el sonido del obturador ha sido como un disparo en la sien.

Retrato involuntario. El eco fotográfico como forma de violencia de Marina Azahua, parte de esta pregunta: ¿cuál es la frontera donde la fotografía se vuelve un acto violento? En las páginas de este libro, publicado por Tusquets, Marina explora el límite en donde la imagen se convierte no sólo en el testimonio de un acto violento, sino en la herramienta con la que este hecho se lleva a cabo. Hace un análisis de diversas situaciones en las que la cámara se ha convertido en la protagonista de sucesos desagradables y donde el retratado no sabe o no ha dado el consentimiento de ser fotografiado. Imágenes que ejemplifican cómo una toma es utilizada como arma para el desprestigio, la humillación y el regocijo ante la pena ajena. Inmortalizar el dolor del otro, el sufrimiento, la desesperación, el enojo.

Si la idea de capturar un instante comenzó con el fin de permitirnos rememorar hechos principalmente agradables, a los que podemos volver en cualquier otro momento, ¿cuál es el significado de estas imágenes? ¿Qué lleva al ser humano querer inmortalizar hechos donde el propio retratado es descalificado, anulado, derrotado?

Este libro presenta seis ensayos donde el lector podrá observar, a través de las palabras, instantáneas que Marina Azahua eligió para abordar su teoría: “Sucede especialmente con respecto a imágenes de violencia, que una vez vistas resulta imposible borrarlas de la mente. No siempre queremos que nos tomen una foto. No siempre queremos tomarla. Y en ocasiones hubiéramos preferido no verla. Esta conjugación de factores detona un sinnúmero de combinaciones que construyen relaciones complejas entre el sujeto sometido involuntariamente, el retrato de la intromisión fotográfica y el papel que juega quien produce esta imagen. Los sujetos involucrados en este juego, que como todo juego es de poder, son el modelo, el productor, el observador y la cámara”.

Marina Azahua parte de la caza y captura que hacen fotógrafos del rostro violento de J. D. Salinger, autor de El guardián en el centeno, y llega al análisis de imágenes más agresivas: los linchamientos utilizados como souvenir, recuerdos, como tarjetas postales por la comunidad blanca del sur de Estados Unidos durante las primeras décadas del siglo XX; los rostros furiosos de mujeres amazigh, despojadas de sus haiks por soldados franceses en Argelia. Hechos donde el retratado importa poco, donde su persona no vale nada, y donde lo único que cuenta es inmortalizar su sufrimiento. Azahua describe las imágenes, contextualizándolas y replanteando una y otra vez, a veces de forma repetitiva -lo cual puede resultar cansado para el lector-, el significado del retrato como un acto violento.

Ver las imágenes no es necesario. A través de sus descripciones, que por momentos se desajustan en el estilo -va de la crónica, a la narrativa, al ensayo, haciendo una confusa mezcla-, uno se puede transportar y ser testigo de instantes donde se mira de frente la crueldad del ser humano.

Mayo de 1911. Oklahoma, Estados Unidos. Laura Nelson, de 35 años, y su hijo Lawrence, de 15, granjeros negros y pobres acusados de matar a un agente del sheriff, son colgados de un puente. En la imagen se captura a las decenas de visitantes que se dieron cita, desde poblaciones cercanas, para ser testigos del linchamiento. El suceso es un espectáculo. La fotografía un recuerdo. En esta primera sección, Souvenir del Linchamiento, Azahua analiza la posibilidad de que la fotografía en casos como el de Laura Nelson y Lawrence, hayan sido creadas principalmente como una forma de denuncia. Sin embargo, al final se convirtieron en “trofeos, recordatorios de la superioridad de las masas”. Las fotografías de los linchamientos, en aquellos años se convirtieron en un recuerdo legal, en un souvenir, en una postal que la gente acostumbraba a enviar a sus seres queridos para demostrar que sí, ellos habían estado ahí, ellos habían sido testigos de aquella barbarie. Dice Marina Azahua, refiriéndose al concepto souvenir: “Son los recuerditos que nos llevamos de las ferias y los viajes. Detrás de ellos, se encuentra la naturaleza del recuerdo, palabra que surge del latín re (volver) y corda (corazón), es decir, que recordar implica el acto de volver a pasar por el corazón. La pregunta es: ¿por qué alguien querría volver a pasar por el corazón un momento tan atroz como la destrucción colectiva de otro ser humano? ¿Por qué existieron los souvenirs de linchamientos?”


En abril del 2004, a través del programa 60 minutos de la CBS y de un artículo de Seymur M. Hersh en la revista The New Yorker, se dieron a conocer impactantes fotografías de los casos de abuso y tortura que el personal de la Compañía 372 de la Policía Militar de los Estados Unidos, agentes de la CIA y contratistas militares hicieron contra las personas encarceladas en la prisión de Abu Ghraib en Irak. Marina Azahua parte de estos hechos para abordar nuevamente la posición del fotógrafo, de la cámara y los retratados. “En más de un aspecto, las fotografías de Abu Ghraib fueron producidas para desempeñar la misma función que las tomadas en los linchamientos: dejar testimonio de la aprobación y destrucción del enemigo y, por ende, de la superioridad del perpetrador, quien podría volver a casa con un souvenir que fungiera como prueba del poder que se tuvo sobre el cuerpo del enemigo”. Y resalta el hecho de que en estas imágenes se ve a los perpetradores posando sonrientes, sin intentar cubrir su rostro. Al contrario de los iraquíes torturados, a los que se les cubre la cara. Pierden su identidad, pierden su posición en el mundo. Su valor personal, sus derechos se reducen a la más terrible humillación. Son anulados, despersonalizados, se vuelven un objeto.

Al hablar sobre las fotografías capturadas por Nhem En, un niño que era encargado de retratar a todos los prisioneros antes de que fueran ejecutados, de Toul Sleng -una importante prisión durante la ocupación del régimen de los Jémeres Rojos en Camboya entre 1975 y 1979-, Marina reflexiona: “[las fotografías] son la evidencia del crimen, pero son también el crimen en sí” y dice: “El acto mismo de la fotografía, la naturaleza intrínsecamente superior del hombre tras la cámara, ayudó a Nhem En a convertir a sus retratados en ‘cosas’, ya no personas”. Se presenta de nuevo aquella forma de cosificar al otro.

Aunque Retrato Involuntario no aporta una gran novedad informativa, resulta interesante su reflexión alrededor de los diversos dominios y usos de la imagen. Es agradable la forma en que maneja el tiempo, y la sutileza con que lleva al lector a diversas partes de la historia descubriendo por momentos hechos sorprendentes como el de Martín Guside -un sacerdote y antropólogo austriaco, que tuvo la oportunidad de retratar los ritos de iniciación del pueblo selk’ham en el año 1923- o el de todos los cuerpos retratados post mortem, una costumbre que tuvieron las familias durante mucho tiempo.

Retrato involuntario, sin presentar una sola de las imágenes que estudia, nos deja reflexionando acerca de aquello que gira alrededor de estas fotografías. ¿Es morbo? ¿Es fascinación? ¿Es desconcierto? Y nos hace volver de nuevo a la pregunta inicial: ¿Cuál es la frontera donde la fotografía se vuelve un acto violento?


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