¿Cuál fue la fuerza que liberó a Prometeo de su buitre
y transformó en mito el heraldo de la sabiduría dionisíaca?
La fuerza hercúlea de la música
El Origen de la Tragedia, Nietzsche
Hace algunos días estaba en una de las clases del curso intensivo de verano en la Escuela Diocesana de Música Sacra en donde tengo el honor y el privilegio de impartir la clase de “Historia de la Música”, y de manera involuntaria, yo diría, casi natural, caímos en una agradable discusión, digamos un nutrido y fructífero intercambio de ideas, sobre el carácter y las inagotables posibilidades que ofrece la música. Esto también tiene que ver con la charla que sostuve con un buen amigo vía Facebook acerca del mismo tema.
Concretamente el asunto es que en términos de música no hay nada escrito ni hay versiones definitivas, el origen de la discusión surgió en función de la gran música de concierto, pero sin duda, esto lo podemos hacer extensivo a cualquier lenguaje musical, sobre todo en el jazz, en donde la improvisación ocupa un lugar tan importante.
En el siglo XIX, uno de los grandes pensadores de la humanidad, Friedrich Wilhelm Nietzsche, se ocupó de este mismo asunto en su ópera prima: “El Origen de la Tragedia, el Espíritu de la Música” en donde nos habla de la embriagadora esencia del arte dionisíaco por excelencia, sí, la música, su majestad la música, en contraposición de la esencia estática de lo que él considera el arte apolíneo, es decir, las tres ramas de las artes plásticas. Nietzsche nos habla de una dualidad muy interesante de la que también se ocupó en su momento el escritor Robert Louis Stevenson en su novela: El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, pero Nietzsche, fiel a su pasión por el arte griego, retoma dos de las deidades mitológicas de “los hermosos aqueos de blondos cabellos”, parafraseando a Homero. Como sabemos, Dionisio para los griegos, o Baco para los romanos, era el dios del vino, de la vid y de la embriaguez, pero no sólo físicamente, sino también en lo concerniente al aspecto espiritual. Mientras que Febo, para los griegos, o Apolo para los conquistadores romanos, era el dios de la calma, del equilibrio, de la razón; así, el filólogo alemán nos ofrece un planteamiento muy interesante, tal como lo hace Louis Stevenson, de esa dualidad que, según sostienen ellos, todos tenemos en nuestro interior, pero el buen Nietzsche lo relaciona con el arte.
Mientras que la pintura, la escultura o la arquitectura, son manifestaciones artísticas que permanecen iguales con el paso del tiempo, sin que se alteren en lo más mínimo, y lo mismo que sucede con la literatura, la música nunca es igual, siempre está en constante devenir. Esto mismo ya lo planteaban desde el siglo V a. de C. los grandes pensadores griegos como Parménides y Heráclito de Efeso, y perdonen ustedes, amigos lectores, pero cuando hablo de los griegos pierdo la compostura, pero volvamos al tema que nos tiene aquí. Bien, la música está íntimamente identificada con el constante devenir del que hablaba Heráclito, representa a Dionisio que contagia a la música con su espíritu embriagador.
Vamos a intentar aterrizar las ideas, si yo me paro ante el David de Miguel Ángel o ante la Gioconda de Da Vinci, o ante la sublime y majestuosa Lección de Anatomía de Rembrandt, estaré viendo exactamente lo mismo que vieron los que se pararon ante estas exquisiteces del arte desde los tiempos en que fueron creadas, desde el renacimiento, en el caso de los dos italianos o desde el barroco en el caso del holandés. La obra es exactamente la misma, seguramente seré yo el que cambie, es decir, si veo el techo de la Capilla Sixtina el día de hoy, tendré una serie de impresiones que la obra de Miguel Ángel me produzca, y serán sin duda diferentes las que tenga después de un par de años si regreso al Vaticano a ver la obra de Miguel Ángel, las pinturas son las mismas, han estado ahí siempre, y seguirán ahí “per saecula saeculorum”, en este caso, soy yo el que cambia y si apreciar esta obra me produce sensaciones diferentes, es que mi estado de ánimo ha sido diferente cada vez que estuve ahí, ante la obra del florentino renacentista. Lo mismo sucede con la literatura, por ejemplo, he leído un par de veces La Divina Comedia de Dante y la encontré igual, seguramente si realizo una tercera lectura, la obra del también florentino seguirá exactamente igual, probablemente encontraré cosas diferentes, pero soy yo el que lo percibe, la obra no cambia, es inmutable. Pero con la música no sucede así, para empezar, necesito de un intermediario, no soy sólo yo y el autor, como sucede con la literatura o la pintura, necesito un intérprete que desde su propia perspectiva, me ofrezca su visión de, por ejemplo, Chopin o Brahms. Ahí reside parte del inconmensurable encanto de la música, en ese espíritu embriagador del que nos hablaba Nietzsche. Mira, por ejemplo, si escucho en vivo la Sinfonía Novena de Mahler tocada por Ricardo Chailly y la Orquesta de la Royal Concertgebouw de Ámsterdam el día de hoy, y mañana asisto una vez más a la sala de conciertos a escuchar la misma obra con los mismos intérpretes, seguramente la escucharé diferente. Sigue siendo Mahler, sigue siendo la misma partitura, pero las personas cambiamos, aún siendo los mismos intérpretes, las sensaciones son distintas y esto se ve reflejado en el resultado final, por eso la música es especial, por eso la música es el arte supremo, sí, la música, su majestad la música.