Pongamos que te encuentras en la Plaza de la República, justo a los pies -paquidérmicas patotas- del Monumento a la Revolución. Imposible que el mastodonte inútil en que terminó el proyecto que ideó en 1906 el arquitecto francés Émile Bénard no te recuerde la característica inoperancia de lo que quiso ser en su momento, el palacio sede del poder legislativo. Enfilarás hacia el Zócalo. Cuatro cuadras sobre la calle De la República, inverosímiles palmeritas te flanquean, para llegar al edificio de la Lotería Nacional. A tu izquierda, amarillo intenso, el Caballito, a la derecha la mole de El Universal. Cruzas Paseo de la Reforma y en estricta pertinencia histórica tomas camino por Avenida Juárez. Pasas la cuchilla de Iturbide, enseguida Humboldt y después tienes que esperar el cambio de luces del semáforo en Balderas. Tránsito intenso, metrobús incluido. Sigues caminando sobre la acera sur. Atraviesas Azueta; a tu siniestra, la Alameda Central. Dejas atrás calles que recuerdan a un virrey, Revillagigedo, y a un general maderista, Luis Moya… El Museo de la Tolerancia, el nuevo edificio de la Secretaría de Relaciones Exteriores y alcanzas el callejón de Dolores… Pasas algunas librerías y en la siguiente esquina, casi frente al Palacio de las Bellas Artes, una zapatería La Joya y enfrente un enorme edificio Art déco ocupado por completo por boyantes negocios del señor Slim: un café Sanborns y un enorme Sears. Has llegado a López.
López corre desde Juárez hasta Arcos de Belén, en paralelo al Eje Central Lázaro Cárdenas. Es decir, cruza Independencia, Artículo 123 -y más vale no preguntar por qué la primera es avenida y la otra nomás calle-, Victoria, Ayuntamiento, Puente Peredo, Vizcaínas, Delicias, y después de pasar Arcos de Belén cambia de nombre a Doctor Valenzuela. Localizada a tan sólo seis calles al oeste de la Plaza de la Constitución, López es una de las vialidades más antiguas del país y de América. Con todo, nadie sabe con certeza por qué diantres se llama así.
Hoy en la placa puede leerse “Calle de López. Vía del Exilio Español”. La última parte de la leyenda se explica fácil: no quiere decir que por aquí hayan salido algunos españoles, no, más bien recuerda que en la segunda mitad de la década de los treinta del siglo pasado, la calle de López fue escenario de encuentro de la comunidad ibérica que llegó a México huyendo del franquismo, y varios negocios que hasta hoy se conservan así lo atestiguan. Pero, ¿y el López?
La versión más socorrida señala que originalmente la calle se llamaba López de Santa Anna, en honor al general Antonio de Padua María Severino López de Santa Anna y Pérez de Lebrón, pero que luego de que resultó indiscutible que el militar había actuado francamente -no franco, sino con harta hipocresía, pues, pero palmariamente- en contra de los intereses de la Patria, la gente le quitó el Santa Anna y le dejó nomás el López a la calle. Una venganza toponímica, pues. Muchos de los partidarios de esta explicación democrática-punitiva juran también que la contigua calle, antes callejón de Dolores, afamada desde hace añales por sus restaurantes chinos, fue nombrada así para honrar a una bella mestiza oriunda de la Ciudad de México, María Dolores Tosta Gómez, esposa del infausto caudillo jalapeño arriba mentado, aunque ni aquí ni nunca tanto como se merece. Como decía antes, nadie sabe a ciencia cierta si esto es o no verdad, aunque lo más probable es que no lo sea, y que el López se deba a un carpintero.
Después de la tremenda derrota de la Noche Triste -30 de junio de 1520-, Cortés y todas sus huestes fueron expulsados de la gran Tenochtitlán por los aztecas, para entonces ya comandadas por Cuitláhuac, penúltimo señor de México. Derrotados y diezmados, fueron a refugiarse en Tlaxcala, en donde el aguerrido extremeño comenzó a planear la toma de la capital del imperio Culhúa-Mexica. “La experiencia… enseñó a Cortés que sólo podía atacar con éxito la ciudad lacustre con movilidad combinada por agua y por tierra”, explica José Luis Martínez (Hernán Cortés, UNAM/FCE, 1990). Entonces decidió construir trece bergantines, ahí mismo en Tlaxcala. “Parece una insensatez la de fabricar tan tierra adentro, las partes de los navíos que luego habrían de transportar, en casi una centena de kilómetros y en terreno montañoso, hasta Texcoco… Sin embargo, Tlaxcala era el único apoyo… con que contaban en aquellos días, y gracias a la habilidad de carpinteros y herreros y a la capacidad sin límites de la ayuda indígena, el proyecto descabellado se hizo realidad”. Se tiene bien documentado que fue un tal Martín López, “carpintero de ribera”, quien coordinó la construcción de los trece bergantines con que Hernán Cortés invadió México-Tenochtitlán. Y ocurre que este señor, después de la conquista haría residencia precisamente en la que entonces era la vía central del barrio de San Juan, a finales del siglo XVI fuera de la traza de la capital de la Nueva España.
Más que venerar a don Martín, en este caso al parecer la toponimia tendría causa consuetudinaria: ¿que si no has visto pasar al indio Tobías? Sí, sí, iba rumbo a la de López. ¿Que en dónde encuentro quien lave a mis jamelgos? Pregunte allá, en la de López… Y así, así, se le fue quedando. Pero vaya usted a saber.
Martín López terminaría peleado con Cortés y moriría en México, alrededor de 1575.
@gcastroibarra