Todos nos hemos topado con ellos. Uno es grande y tiene mucho de intimidante; te bloquea el paso en la acera con su cara de voy-a-darte-problemas, te pone un chicle en la mano; instintivamente lo recibes y él lo empuja hacia tu estómago con un poco de más fuerza de la necesaria; acto seguido exige dinero por el dulce. Otros, en la luz roja, se pegan a la ventana de tu coche, usan los nudillos -algunos con perturbadora energía– para que los mires y balbucean un discurso ininteligible; otros te embarran una credencial de una prepa apócrifa de Guadalupe, Zacatecas, o la foto de un enfermo con tubitos en la nariz. De cuidado son también las jaurías de limpiaparabrisas en la salida norte de la ciudad que se sientan sobre el cofre del coche y escalan los camiones materialistas, aunque se les implore enérgicamente -si tal cosa es posible- que, de veras, no necesitas que te limpien el cristal. Los más efectistas te enseñan un muñón o una herida quirúrgica y los más vengativos te rayan el coche o le escupen si no les gusta tu tono de voz.
Son los hombres y mujeres que piden dinero en la vía pública, y todos los anteriores son ejemplos de lo que yo llamo “boteo agresivo”, lo que en otros lados se conoce como aggressive panhandling, es decir, el uso de la intimidación, el chantaje, la amenaza o el engaño para sacarnos una moneda. Esto no lo inventó un turista ofendido ni una conductora hipersensible. Es un problema social bien identificado que en otras partes del mundo ya ha requerido intervención firme de las autoridades citadinas. Y es que hay una nítida diferencia entre quien pide a la buena y quien pide a la mala. Cuando evitamos el estacionamiento de un centro comercial que antes visitábamos con gusto -uno frente al Teatro Aguascalientes- porque ahí hay un “se-lo-cuido, se-lo-cuido” particularmente amedrentador, sabemos que estamos frente a un caso de boteo agresivo.
“Aquí se lo cuido, jefe”
El boteo agresivo no sólo afecta a los conductores o a quienes usan los estacionamientos. También es intimidante para los turistas y puede estropear la actividad comercial de alguna zona; rompe la tranquilidad de los lugares y hace que pierdan su atractivo, como en el caso de algunos restaurantes donde nos avientan un escapulario de la Virgen encima de las enchiladas con un papelito que dice: “Dispense, soy sordomudo”. Los pedigüeños insistentes pueden provocar sensación de miedo o anarquía, especialmente si se es su víctima en lugares comprometedores, por ejemplo afuera de un cajero.
Si al boteo agresivo no se le ponen cotos cuando apenas comienza, con el tiempo se convierte en un monstruo que asoma su fea cabeza. Cada vez más ciudades alrededor del mundo están implantando regulaciones para controlarlo. En Nueva York ahora constituye un delito solicitar dinero a menos de la distancia de un brazo extendido; también lo es a menos de seis metros de un cajero automático, en estacionamientos, a la salida de un banco y en los túneles. En Michigan está prohibido pedir cuando no hay sol, en grupo o afuera de un baño público. En Illinois es ilegal acercar la alcancía a la gente en los cafés al aire libre o en el interior del transporte público, donde la intimidación a veces se da a niveles fantásticos: “Nos ganamos la vida así porque preferimos pedirte una moneda a tener que robártela” (una vez me tocó escuchar esta consoladora explicación en un camión urbano). Aunque en general no creo que en Aguascalientes existan todavía los niveles de agresión que hay en esas ciudades de Estados Unidos, sí siento que puede ir en aumento; hace mucho tiempo que ya no se oye el clásico “Una caridad por el amor de Dios”. A los viejitos los han reemplazado los agresivos “viene-viene” de los estacionamientos que pueden perseguir a sus presas hasta la entrada del restaurante de hamburguesas, ir acortando su distancia e insistir con fuerza: “Aquí se lo cuido, ¿eh? Aquí andamos”. También son engorrosos los boteros (de bote) que dicen pertenecer a alguna congregación religiosa, generalmente no católica; te persiguen con la alcancía; insisten que, de verdad, cualquier monedita bastará para dejarlos contentos, y si continúas en tu negativa te gritan “¡Dios te bendiga, hermano!”, que por el tono se entiende como “Arderás en el infierno, cerdo egoísta”. Qué diferencia, en cambio, con los que sí dan un servicio y hacen un performance, como la muchacha de los cruceros que balancea con aros con fuego, o los que simulan la lucha libre, o algunos payasos; hay uno en verdad talentoso en el semáforo que está atrás de la UAA.
“Pásele, jefe, aquí hay lugar”
Entre las múltiples tareas de nuestros regidores debería entrar este tema, antes de que se convierta en un problema como en otras ciudades del país. Sin falsa compasión, sin sentimientos de culpa. No se trata de prohibir pedir ayuda, mucho menos de criminalizar la pobreza, pues verdaderamente para algunas personas se trata del último recurso. En algunas ciudades del mundo se exige tramitar un permiso que la municipalidad otorga sin costo (sería interesante ver si de veras existen todas esas clínicas contra la drogadicción y ver a dónde van las donaciones que recolecta el hombre disfrazado del Sagrado Corazón, pues sacar dinero con engaños también es delito). También sería bueno preguntarse qué pensar de quienes piden no por necesidad, sino como un estilo de vida alternativo. Por último, habría que enseñar a las personas, sobre todo a los niños, a identificar el boteo agresivo y denunciarlo. A algunos, todo esto puede parecerles una bagatela, un tema para después. Pero cuando quieres estacionar tu coche en una acera desocupada, ves que está invadida por una cuadrilla de jóvenes y enérgicos lavacoches que te invitan a ocupar uno de “sus” lugares, y te preguntas si, arreglado tu asunto, podrás desocuparla sin tener que pagar, es hora de analizar el asunto.
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