Las reformas que abren espacios a la iniciativa privada en diversos sectores de la vida nacional generan inquietudes que se extienden al campo cultural. Las experiencias con la privatización de los servicios culturales en otros países dejan mucho que desear, sobre todo con respecto al abandono de las obligaciones sociales de los gobiernos reducidos a gestores de las corporaciones que en Estados Unidos, cuna de las más poderosas e influyentes industrias culturales durante el siglo pasado, en Europa y, ya como trasnacionales, en Asia y América Latina, que comparte muchas de nuestras características estructurales. Con el gastado cuento de las grandes inversiones y la generación de empleos, las corporaciones obtienen privilegios que atentan contra el bienestar social, ante la complacencia de los gobernantes que se atragantan con los elogios a la calidad de la mano de obra y al clima de concordia imperante en su región. Desde luego, Aguascalientes no canta mal las rancheras.
Con singular alegría, los artistas locales se muestran dispuestos a participar en la economía del mercado, al parecer sin restricción alguna. Una de las múltiples causas de tal disposición se halla en las imposibilidades de las instituciones públicas de cultura para sostener el trabajo de los creadores e intérpretes que, por su parte, buscan subsistir con sus propios recursos más los que puedan conseguir a través de premios, becas y otras subvenciones. En este empeño, aprenden nuevas habilidades y superan retos; se capacitan y organizan. Sin embargo, la escasez de antecedentes inmediatos hace que predomine una visión de la independencia del trabajo artístico más bien ingenua. Hay una relación compleja entre la emergencia del movimiento cultural autogestivo local y la evolución de las instituciones que trataron de seguir el paso de la sociedad durante la segunda mitad del siglo pasado y actualmente atraviesan un momento crucial, en el que su función se redefine en términos diferentes: los artistas quieren trabajar por su cuenta sin dejar de colaborar con ellas, pero en mejores condiciones que en tiempos del Conservatorio Franz Liszt.
Esto no significa que se hayan resuelto los problemas. Más bien supone la aparición de riesgos y cuestionamientos inéditos en el lugar. Los artistas convertidos en emprendedores culturales suponen que su principal reto consiste en conquistar al sector empresarial en pos del sacro patrocinio para sus proyectos. Nada falso hay en todo ello, excepto cuando hace olvidar otros aspectos como la responsabilidad social de las empresas, el desarrollo de las poéticas propias de los creadores y la reflexión sobre sus vínculos con los diversos grupos sociales y el gobierno. Conviene distinguir entre los retos empresariales y los artísticos, de manera que los intereses de unos no predominen sobre los de los otros. La iniciativa privada se impuso al bienestar social en el primer mundo, influyendo profundamente en su vida política y cultural. Sin remedio, en países como el nuestro se han repetido las historias de proyectos, esperanzas y talentos condenados a perecer a manos de las grandes corporaciones.
Reconocer las diferencias entre arte y negocio permite que la producción artística responda a una lógica ajena a la de las corporaciones, entre otras razones por el tipo de relación que establece con su público, a través de la publicidad pero también de sus procesos de producción. Pero eso no impide -al contrario, lo propicia- abordar el asunto desde lo que se quiere y lo que se imagina para nuestra sociedad, como los caros anhelos del gremio artístico, corregidos por las realidades inmediatas.
En el gremio artístico local impera la dispersión. Hasta ahora los intentos de organización exitosos se han limitado a músicos, actores, escritores, cineastas… que luchan por un lugar en el mundo como individualidades o grupos aislados, sin grandes fuerzas para negociar los términos de sus relaciones laborales. A los empleadores tradicionales como las instituciones públicas, el sector educativo y las clases medias se han sumado los empresarios de los servicios recreativos y turísticos. Pero las condiciones aún resultan desventajosas para nuestros creadores e intérpretes: los artistas trabajan en la informalidad y mucho para obtener ingresos bajos y a destiempo, y su producción sólo encuentra receptores entre públicos minoritarios.
De ahí la importancia de que las organizaciones de artistas fundadas para cubrir las insuficiencias del sector público dominen su función como proveedores de bienes y servicios culturales y puedan establecer y mantener alianzas estratégicas entre el empresariado. Asimismo, importa tener presente que la especificidad del sector cultural impide gestionar este tipo de empresas igual que una ensambladora de automóviles, por ejemplo. El desarrollo del sector en el estado exige a los artistas ampliar su interlocución con los órganos de gobierno para influir en el diseño de políticas públicas que les beneficien, sabiendo que la cultura tiene una dimensión económica pero se expresa en actitudes, valores y otras parcelas de lo intangible, tan importante o más que el dinero.