En alguno de mis libros de texto de la primaria, allá en los 70, existía un apartado para el verano. En las cornisas y los márgenes de las páginas sonreían los dibujos de las frutas de temporada: mango, uvas, ciruelas… La imagen más clara que conservo en la memoria es la del zapote. Me era familiar, como muchas otras frutas, pero era uno de mis favoritos. Lo comíamos en dulce: pelado, deshuesado, aplastado, con su chorro de jugo de naranja y su azúcar refinada. Lo confieso, para mí era lo más cercano a comer tierra: el zapote representaba la posibilidad de devorar todos esos pasteles de lodo que terminaban desperdiciados bajo el rayo del sol. Con esa fruta se podía contradecir aquello de “del polvo venimos y al polvo volveremos”, como lo hacen todos los pasteles, de lodo o no, nunca devorados.
Ya no sé qué es el verano, pues ya no tengo hijos pequeños que terminan un ciclo escolar, tampoco tengo presupuesto para irme de vacaciones ni un trabajo estable que me deba días económicos. El clima tampoco es un referente. Por ejemplo, este año las lluvias llegaron temprano y no tienen la intención de dejarnos en paz. Las frutas tampoco ayudan, porque en parte las de estación se ven afectadas por el clima enloquecido, y además, en esta ciudad capital, las tiendas de autoservicio ofrecen frutas fuera de temporada. En los mercados pasa un poco lo mismo. Aunque el precio sí es un indicador precario del verano: la fruta de temporada suele ser más barata. Hace tiempo que sospecho que el verano sólo es una idea, una sonrisa que anuncia la cercanía de mi cumpleaños. O bien, un pretexto para recordar un haiku de José Juan Tablada:
“¡Del verano, roja y fría
carcajada,
rebanada
de sandía!”
Supongo que el México de Tablada era otro: tan desierto de haikus que tuvo que mostrarlos y tan soleado en verano que logró hacer sonreír a una fruta. Sí, también leí por primera vez ese poema mínimo en un libro de texto. Desde entonces he escuchado muchas carcajadas de sandía, las he mordido, calando lo azucarado, entristeciéndome cuando son pastosas, o pervirtiéndolas con gotas de limón y chilito en polvo. Me resulta imposible contemplar esa geografía enrojecida sin pensar que esos cientos de barquitos negros, las semillas, anuncian el verano.
La esencia del haiku es contener la inmensidad en sólo unos versos. La sandía de Tablada logró, en su momento, atrapar un trozo de inmensidad. Representa la poesía mexicana tomando un rumbo propio y la identidad cultural materializándose con premura. Ahora esta forma pulula, vacía, sin oficio ni beneficio.
No importa si la sandía llegó de otros continentes, la hemos adoptado por su sabor y su carcajada tricolor, que emula nuestra bandera y nuestro humor. No importa que ahora también exista la amarilla, preferimos la roja: así como pasa con los dulces, el rojo siempre sabrá más rico, aunque el sabor sea igual. Además, la sandía es más saboreable que nunca, gracias a la “sin semilla” que es una fruta-mula. Se obtiene de la cruza de semillas. La explicación sencilla, para los que no somos botánicos, es la de caballo más burro igual a mula.
Cada quién sabrá darle un sabor al verano: coronarlo como a la piña, perfumarlo con la intensidad del mango o crear un arco iris con los tonos de las ciruelas y las uvas. O elegir Eros o Thanatos del zapote negro y el zapote blanco.
Sí, el México de Tablada era otro: joven, con la posibilidad del asombro, buscador de versos, buscador de sabores, con el sol refulgente del verano. Claro, ya lo he dicho, jamás diré que el tiempo pasado fue mejor, sólo diferente. Porque el pasado es un espejismo. La nostalgia nos hace ver el presente con mayor claridad, y por alto contraste solemos ver más lo que ya no es y lo que está mal.
A lo mejor Tablada era un visionario e intuyó que Occidente y Oriente se alcanzarían y crearían una encrucijada, para ver los destellos de los unos en los otros. Que tendríamos acceso, como nunca antes, a lo que había detrás de las murallas y los muros. Ante esta complejidad, queda regresar a lo simple, como engañosamente un haiku es una sonrisa de una imagen poética. Soltar una carcajada porque sí, porque llegó el verano, uno más.