La semana pasada les comentaba de algunas experiencias muy tristes que he tenido en restaurantes, cuando en las mesas aledañas me toca ver niños que pelean, lloran, gritan o se aburren mientras los adultos presentes los ignoran. Les comentaba también que yo entiendo lo estresante que puede ser una salida con niños y que de ninguna manera juzgo a quienes tienen que enfrentar una situación así. Y terminaba yo adelantándoles que hace poco presencié un caso completamente distinto que me pareció adorable y esperanzador.
Y como lo prometido es deuda, helo aquí:
Fue, como pueden imaginarse, en un restaurante. En una mesa estábamos mi esposo y yo y, en la de junto, se sentaron un hombre con una niña de unos cuatro años y dos niños, uno de alrededor de seis y otro de ocho o nueve. Lo primero que me llamó la atención es que ninguno de los cuatro traía un celular. Luego, que el papá le empezó a explicar las reglas de un juego a la niña. Los dos niños parecían conocer bien las reglas y estaban esperando que el papá terminara la explicación para empezar a jugar. Jugaron un rato, hasta que les trajeron la sopa. El papá anunció:
–Ahora, otro juego: este se trata de ver quién come más cucharadas de sopa. No se trata de que sea rápido, ¿eh? Despacito, pero contando cada cucharada.
Y los tres niños comieron sopa contando cada una de sus cucharadas. La niña comió menos:
–Es que ya no quiero –dijo.
–Bueno, en el siguiente juego te recuperas –dijo el papá–. De todos modos está cerradísimo el marcador.
–¿Me puedo comer la sopa que ella dejó? –preguntó el mayor.
–¿Te quedaste con hambre de sopa? –dijo el papá.
–No.
–Ah, entonces no te daría puntos, porque la comida sólo da puntos cuando se tiene hambre. Pero vamos a ver cómo nos va en el siguiente juego.
De plato fuerte les llevaron una pizza. Los niños se la comieron sin cubiertos, como debe ser, y al parecer la disfrutaron mucho. Cuando terminaron, le pidieron al papá el siguiente juego.
–Vamos a jugar adivinanzas –dijo el papá–. Yo primero: estoy pensando en un animal que es muy feo pero muy chistoso. Y empieza con “o”.
–¡Ornitorrinco! –gritó el niño más grande.
–¡Muy bien! A ver, ahora estoy pensando en un color muy bonito que empieza con “r”.
–¡Rosa! –gritó la niña antes que nadie.
–Una más y les toca. Estoy pensando en un personaje…
–¡Finn! ¡La hora de la aventura! –interrumpió el niño de en medio antes de que acabara.
Ahí entendí lo que estaba haciendo: ¡cada adivinanza estaba diseñada para cada uno de los niños! Y los tres estaban interesadísimos. Cuando terminaron con las adivinanzas se pusieron a dibujar en las manteletas. El papá les decía qué dibujar y decía cuándo se había agotado el tiempo. Curiosamente, cada vez el tiempo se terminaba cuando los niños empezaban a perder interés en la manteleta.
Luego jugaron Basta mientras el papá tomaba su café y luego volvieron, por petición de los huerquillos, a las adivinanzas.
–A ver: estoy pensando en un país de Sudamérica que empieza con “P”
Supuse que la pregunta estaba diseñada para el niño mayor, porque era el que se estaba esforzando más en pensar, nada más que no se acordaba de la respuesta.
–¿Cuál es la siguiente letra? –pidió.
–E. Es un país que se llama Pe…
El de en medio se adelantó a responder:
–¡Perro!
–¡No hay un país que se llame Perro! –se indignó el mayor.
–¡Pero podría haber! –se defendió el otro.
Antes de que empezara un pleito, intervino el papá:
–Bueno, a ver, ¿cómo sería un país que se llamara Perro?
Y los niños empezaron a inventar cuál sería su bandera, su himno nacional, su uniforme de soccer para el mundial y hasta los platillos típicos.
–Papi, ¿ya te acabaste tu café? –preguntó la niña de repente.
–¿Ya quieres que nos vayamos? –le preguntó él.
Ella asintió con la cabeza.
–Nada más nos tomamos nuestra agua y nos vamos –dijo el papá y pidió a la mesera tres vasos de agua sin hielo y la cuenta.
No es la primera vez que me toca ver a un papá así de atento con sus hijos. Y, en general, los niños y niñas que reciben ese trato son muy simpáticos. Hacen bulla, sí, y gritan a veces, e incluso se pelean porque, a fin de cuentas, son niños y eso significa que tienen energía y se aburren fácilmente de estar sentados. Pero al final resultan menos visibles para el resto de la gente en el restaurante que los pobres niños invisibles.
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