Hace muchos años, cuando era niña, viajábamos en familia por las carreteras de esta república. Recorríamos grandes distancias. Para mí no era aburrido, pues saciaba mi voyeurismo. Nunca fui chocante, así que parte de la alegría de estos recorridos eran las distintas paradas para comer. Los sabores siempre eran diferentes así como las vajillas, los manteles y la decoración de los changarritos y restaurantes de carretera. Sólo sufría una cosa: la sed. En mi infancia no había agua en botellitas, ni en las tiendas ni en las grandes cadenas de autoservicio, que por cierto todavía no eran tan grandes. Estaba prohibido tomar agua de cualquier grifo, pues era garantía de enfermedad. Esto era un problema, porque en casa nunca tomamos refrescos, caray, ni siquiera a la hora de la comida se servía agua de sabor. Se tomaba agua simple, natural. En esos viajes, mi suerte era mucha si en el local ofrecían un refresco sin gas. Sí, no toleraba las condenadas burbujas. En ese entonces, no había muchas opciones: chaparritas El Naranjo, Delaware Punch o Sangría Viña Real. No, gente, los jugos enlatados, los primeros, vinieron después.
La sed de la carretera era grande como desierto, y yo siempre quedaba medio saciada. Tomar un refresco resultaba igual que chupar una paleta para quitarme la sed. Y esto no significa que no me gustaran los dulces, siempre he amado las cosas azucaradas, pero hasta hoy, cuando la sed apremia o me siento a comer, prefiero el vaso, lleno, traslúcido, refrescante, de agua.
Por lo anterior, me intriga al grado de la burla el que las personas se rehúsen a beber agua natural, que pongan cara de asco cuando a la mesa se llevan jarras de agua sin sabor ni color y les urja el agua de frutas o el refresquito. Entendería sus expresiones si les sirvieran un plato de tripas o un bife a medio cocer, o hasta un taco de ojo (no, no es imagen). Pero, piénsenlo, nosotros somos 65% agua: ¿acaso esos remilgos muestran que se dan asco a sí mismos, que no les gusta su sabor propio? Lo sé, he dicho que lo que comemos y bebemos es un cuestión cultural, pero la aversión al agua ¿qué es?, ¿una rabia gastronómica? Y resulta más absurdo si sabemos, en el caso de los refrescos, que el beber burbujitas inició en el siglo XIX y apenas cobró fuerza en el XX. Las aguas de sabores son otra historia, pues existen datos de bebidas saborizadas desde el lejano Egipto. De éstas hablaremos en la próxima minuta. Aquí hablaremos de refrescos, gaseosas, bebidas de agua carbonatada: chescos.
Desde siempre, los manantiales de agua carbonatada han sido considerados como fuentes de sanación, no sólo al chapotear en ellos sino al beber de allí. Supongo que a alguien se le ocurrió llevar salud a todo el mundo dentro de un botella, por aquello de “si el paciente no va a las burbujas, las burbujas van al paciente”, y hubiera sido imposible tratar de construir acueductos para abastecernos de tan preciado líquido ya que se hubieran perdido sus propiedades en el trayecto. Al final, el hombre inventor logró hacer su propia agua carbonatada. Prueba de ello es el sifón, una botella de vidrio repleta de agua con gas cuyo mecanismo permitía la salida del agua burbujeante. Lo dicho: en 1832, John Mathews inventó una máquina para mezclar el agua con dióxido de carbono. Así es, las burbujas son dióxido de carbono. La bebida sólo se distribuía en farmacias, pero tenía que servirse y consumirse en el acto, pues las burbujas eran efímeras.
Luego empezó a embotellarse en botellas de vidrio. Mas uno de los retos para distribuir el agua carbonatada era el de conservar las burbujas dentro del envase. Esto se logró gracias a la aparición de la tapa tipo corona, que nosotros conocemos como corcholata. Las latas y las botellas PET aparecerían en la escena más tarde.
Para que el agua carbonatada recibiera el nombre de refresco tuvo que ser acompañada por otros ingredientes, para darle color, sabor y estabilidad: edulcorantes, acidulantes (entre ellos el ácido fosfórico), estabilizantes, colorantes, aromatizantes, conservadores, espesantes, antioxidantes y sodio.
Los envases vistosos, los logos que ya son parte de la cultura pop y esas burbujas juguetonas no cambian el hecho de que los refrescos son bebidas sin valor nutricional, salvo por el azúcar que contienen. Aquí retomo mi punto inicial: sustituir el agua por refresco es absurdo y peligroso. En efecto, el abuso del refresco es dañino, como el abuso de todo. Llama la atención lo que provoca el ácido fosfórico en exceso: debilita los huesos y aumenta el riesgo de osteoporosis e incrementa la posibilidad de fracturas. Del azúcar ya no hablamos, basta con decir diabetes. El ácido cítrico que se emplea en la elaboración de los refrescos es un excelente corrosivo para los dientes. Y si argumentan que sólo beben refrescos sin sabor, azúcar o color, también pierden, pues el abuso de agua carbonatada acarrea problemas renales.
Lo confieso, en mi adolescencia no sólo aprendí a tomar refrescos sino que todavía hoy disfruto la sensación de las burbujas cuando resbalan por mi garganta. Ahora mismo me tomaría un refresco de cola con muchos hielos. Pero es un antojo, bebo refresco de vez en cuando, como si se tratara de una golosina. Si insisten en su necedad de sustituir el agua por refresco, bien podrían empezar a hervir sus verduras en chesco de limón o lavarse la cara con uno de naranja. Es más, llenen la lavadora de ginger ale. Ya, en serio: beban agua, sean simples, naturales y de vez en cuando contemplen y disfruten las burbujas de su refresco favorito.