Ayer iba a participar en un encuentro de cuentistas que, de pronto y por causas de fuerza mayor, se convirtió en un homenaje a Gabriel García Márquez. Nos pidieron a los participantes que compartiéramos una anécdota sobre nosotros y el nobel colombiano y nos prometieron que luego, si había tiempo, leeríamos algo de nuestra propia obra.
Yo me angustié desde que me avisaron del cambio de planes, no porque crea que mis cuentos son muy buenos, sino porque mis recuerdos relacionados con GGM son muy malos: nunca lo conocí en persona, no tengo un libro suyo autografiado, jamás tomé clases con él… Es más: durante mucho, muchísimo tiempo, yo pensaba que Gabriel García Márquez era un amigo de mi mamá que vendía guayabas. Lo juro. Y es que mi mamá sí era su fan en serio, tanto, que hablaba de él como si fueran cuates y acostumbraran irse a echar el café cada semana. Y yo, niña entonces, la escuchaba decir que Gabo esto y Gabo lo otro y Gabo y el olor de la guayaba, pensaba yo que ese Gabo debía ser un loquillo. Todavía peor: mi familia, tanto del lado paterno como del materno, es grande y medio rara (supongo que como todas las familias), así que era una bonita tradición familiar platicar en la sobremesa o a la hora de dormir algunas de sus historias. Por ejemplo, estaba la de mi tía abuela Esther, que huyó con los gitanos cuando era casi niña y que regresó, viuda, con dos hijos y sabiendo echar el tarot, antes de cumplir los quince años. Estaba la anécdota del tío Lázaro, que se desaparecía por largos periodos en lo que lo daban por muerto sólo para encontrarlo de pronto en la puerta de la casa, convertido en un teporocho, pero vivo (además se llamaba Lázaro, como el resucitado de otras historias que me contaban, lo que hacía más resonante su nombre, su historia). Estaba el tío Óscar, que se había gastado la fortuna familiar buscando un tesoro que encontraron sólo después de que no tuvo más remedio que vender la casa de sus antepasados y, claro, estaba mi abuelo Marciano. Por eso, cuando mi mamá me contaba la historia de los primos que se casaban y tenían hijos con cola de cochino yo pensaba que había pasado en mi familia. O cuando me decía “No le pongas Úrsula a tu muñeca, es un nombre triste” y me contaba las desgracias de la pobre Úrsula Iguarán, yo suponía que la mujer en cuestión era nuestra parienta, lo mismo que la tía Luisa, que acabó la primaria a los 19 años pero de todos modos se casó con un judío ruso canadiense que cuando cenaba con nosotros me decía que era vampiro (y yo le creía). O fusionaba yo historias: ese coronel que no tenía quién le escribiera, ¿no sería el mismísimo Anastasio Maldonado, coronel, marido de mi abuela Lupita, abuelo mío? Sonaba lógico porque en mi mundo no había muchos militares (no tenía yo cómo saber que había otros coroneles aparte de mi abuelo) y porque mi abuela siempre se quejaba de una pensión que, por burocracia, no le dieron, lo que la sumió en la pobreza más desesperante durante años y años…
Ya un poco más grande empecé a sospechar que el tal Gabo era un poco exagerado: mi mamá estaba leyendo El amor en los tiempos del cólera y nos contaba, a la hora de dormir, sus avances del día. Durante el tiempo que duró en su buró (y en nuestros cuentos de antes de dormir) esta novela descubrí tres cosas: una, que exagerar un poquito (o un mucho) hace más divertidas las historias. Dos, que exagerar, poquito o mucho, hace que las historias salgan del ámbito de “lo real” para pasar a ser “mentiras” o “ficciones” (aunque lloren los fans de ese lugar común apestoso y ridículo de “la realidad supera a la ficción”). Y tres: que un poquito de imaginación puede volver a cualquier familia protagonista de una historia de realismo mágico.
Ahora agregaría a estos descubrimientos otros dos: que platicar los libros que estamos leyendo los hace perdurables y vivos (creo que no cambiaría por nada estos recuerdos de mi mamá platicándonos El amor en los tiempos del cólera), y que el amor que podamos tener por un libro, un autor o la literatura en general se puede transmitir así, mediante el ejemplo y la propia pasión. Podría contarles ahora de cuando leí Noticia de un secuestro y de lo mal que me cayó ese libro; pero creo que sería injusto: a fin de cuentas, ese GGM, el que me cayó gordo, no es el mismo Gabo al que mi mamá tanto quería y que nos contaba tan interesantes chismes de su familia, que bien podía ser la mía.
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