Opciones y decisiones / Roma locuta, causa finita? - LJA Aguascalientes
22/11/2024

 

 

Severo y contundente es el juicio pronunciado por la editorial de La Jornada, lunes 28 de abril de 2014, el día después de la ceremonia de la doble canonización de los Papas Juan XXIII y Juan Pablo II. Cito textualmente: “Es razonable suponer, en consecuencia, que la decisión de elevar a los altares a Wojtyla al mismo tiempo que a Roncalli -con cargas simbólicas opuestas- constituye un acuerdo salomónico entre las corrientes renovadoras, encabezadas por el Papa argentino y las resistencias de una burocracia vaticana inmovilista, obscurantista y mafiosa. Y concluye su argumento diciendo: “Pero aun así, y por las razones arriba señaladas, Wojtyla es un santo impresentable”.

Habrían pasado apenas veinticuatro horas del rito pontificio de canonización, aun asumiendo el huso horario diferencial de la ciudad de Roma con respecto a la ciudad de México, cuando ya estaba corriendo por las planas de la rotativa, la tinta impresa de este dramático pronunciamiento. No hicieron falta algunas semanas, meses, años o décadas, para producir la emisión de una tal sentencia.

No obstante su inmediatez al hecho fundacional -en tanto declaración canónica formal de santidad-, es imposible calificarlo de “juicio apriorístico” o analítico de primera instancia, en el mejor sentido kantiano; puesto que debido al razonamiento que despliega acerca del disenso constatado intra y extra-eclesial respecto de la pretendida santidad de Karol Wojtyla; podemos decir que de fondo y forma se trata de un juicio sintético “a posteriori”. Lo que en lógica tradicional significa que no salta ni omite premisas exigibles o necesarias, sino que procede, en primer lugar, de manera inductiva, explorando el contraste entre la historicidad de las actitudes y los hechos renovadores del Papa Juan XXIII frente al cambio social versus el sentido regresivo -sic- de los propios operados por Juan Pablo II y de su sucesor Benedicto XVI; desde luego ocurridos en etapas históricas mundiales diversas, aunque paradójicamente unidas por un solo continuum histórico, de carácter contrapuesto. Si lo ponemos en términos dialécticos, dos son los temas contradictorios primarios que prevalecen: la pederastia y la supresión de la Teología de la Liberación, sobre todo en América Latina.

El primero constituye un tópico de naturaleza moral, en sentido estricto, identificado con la clerecía alta y menor, que manifiesta de manera patética el fracaso histórico -aunque no se diga así- del celibato por consigna y en obvia transgresión de la virginidad y castidad consagradas bajo votos solemnes. No se trata de un fácil argumento “ad hominem”, es decir, sin fundamento en la realidad, sino de una irrebatible evidencia que tiene víctimas con nombre, historia personal y vidas inaceptablemente destruidas o coartadas. Estos que pudieran haber sido accidentes históricos aislados ya por sí solos lamentabilísimos, se sumaron geométricamente hasta tomar una densidad social de auténtica pandemia; que tuvo como puntales la misoginia y la homofobia infiltradas en una doctrina hiper-ortodoxa. Desoír el clamor de las víctimas directas y sus familiares, y más aún recusar la debida impartición de justicia, deriva en una conducta abominable, sobre la cual nuestra civilización secular y postmoderna está emitiendo un juicio incontrovertiblemente reivindicativo. De manera que el signo histórico que personaliza Juan Pablo II, en este contexto, es uno de contradicción.

Recordemos que según el adagio apostólico paulino: “spectaculum mundo estis” (‘sois espectáculo para el mundo’) (Ver: “quia spectaculum facti sumus mundo et angelis et hominibus” (1ª Epístola de San Pablo a los Corintios, cap. 4, v. 9), se hace una gran verdad, sobre todo atribuido a los sacerdotes y obispos, porque su sola misión los pone ante los ojos del pueblo como en un gran escaparate, donde es imposible ocultarse del escrutinio de su vida, como tratándose de una plena transparencia, en tanto que símbolo cristiano y como signo histórico humano también, pues en ello consiste precisamente su ministerio sacerdotal.

El segundo tema, de naturaleza sociohistórica, es más trascendente aún porque implicó -a partir de los años setenta- la toma de consciencia, principalmente del continente latinoamericano, sobre su identidad misma y desde una reflexión de fe que fue capaz de emanciparse de la estructura ideológica central dominante europea que pervadía la inamovible ortodoxia de la curia romana dictada por el cardenal Joseph Ratzinger y autorizada por el Papa Juan Pablo II. El signo histórico maravilloso que significó el movimiento liberacionista de Polonia respecto del yugo pansoviético y la impensable caída del polo hegemónico comunista ruso atribuibles en parte a la intervención pontificia a una con el poder hegemónico de los países centrales de Europa y Norteamérica, se transforma en un vergonzoso y agobiante signo represor de la dignidad indiana -en su más pleno sentido etnocéntrico- de América Latina.

No importó el carácter civil y religioso de laicos, sacerdotes y religiosas tachados de disidentes de la Fe única y verdadera, para ejercer la más irrefrenable disciplina sobre sus personas, que explícitamente significaba la intervención del brazo armado de la muerte de los poderes gubernamentales dominantes; ya no digamos de exclaustraciones masivas, innúmeros juicios de reducción al estado laical, expulsión de personas como migrantes de consciencia forzados al exilio, y sí, decretos inconfesos de muerte u opción terminal; recuérdese al cardenal salvadoreño Óscar Arnulfo Romero como a sacerdotes y monjas asesinados principalmente en Centroamérica y otras latitudes del subcontinente. No, no fue accidente el hecho socio-histórico de tremenda opacidad orquestado en América Latina, se trató de una estrategia concertada de exterminio y desestructuración del naciente pensamiento liberador y genuinamente de inspiración cristiana, latinoamericano. En mi opinión este saldo inenarrable de la iglesia católica en América Latina constituye la deuda histórica del Papa Juan Pablo II, más allá de sus apoteósicos viajes avasallantes.


Lo que se abonó en Europa occidental y oriental como hito histórico social de liberación radical del comunismo, en Latinoamérica se encapsuló como perpetuación del cautiverio económico-político bajo las armas ideológicas de la muerte (1977), según expresión del economista Franz Hinkelammert. De manera que el auténtico milagro demandable al nuevo santo es la reversión de la malignidad causada por este desastre cataclísmico social.

En suma, presenciamos un juicio tan contundente como severo, en el momento climático de exaltación de dos Papas, entre los cuales a uno se obsequia con el asentimiento silencioso de respeto profundo, y al otro se impugna con carácter de definitividad. Cuánta verdad encierra aquella sentencia retórica de San Agustín de Hipona, que va más allá de un mero argumento “de Autoridad”, y que enderezó en su “Contra Maniqueos”, y dice: “Eos, Historia refutat” (A ellos, la Historia los refuta); que aplicado al caso presente, no habrá que esperar por tiempo indefinido, como ocurre con esa falacia de la eterna posposición de un tal juicio: “espero el juicio de la Historia”. La Jornada, de inequívoca manera, con severidad y contundencia, inscribió el juicio de un futuro que… ya llegó. [email protected]

 


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