Opciones y decisiones / ¿Está usted cómodo? - LJA Aguascalientes
15/11/2024

Hoy no voy a unirme al panegírico nacional con motivo del Día del Maestro. Y lo hago no porque no lo merezcan quienes ejercen esta digna profesión, oficio o arte humanista que se inscribe en el catálogo de las artes liberales del mundo moderno, pero que igualmente se remonta a los orígenes mismos de la práctica interpersonal de enseñanza-aprendizaje. Cuyos eximios exponentes quedan consagrados para la Historia, desde la Grecia Antigua, en las personas de Sócrates, Platón y Aristóteles, con la creación respectiva de sus métodos insuperables de la mayeútica socrática o literalmente arte de dar a luz el conocimiento; la dialéctica platónica o refinado arte del diálogo razonado para encontrar la verdad y que ejerció en su escuela designada Academia; y el método del raciocinio lógico practicado por Aristóteles, al tiempo que gustaba de caminar con sus discípulos y, por ello, llamado peripatético o del caminar paseando.

Es, por tanto, establecida costumbre elogiar la vocación y oficio del maestro, para dignificar un ejercicio profesional que se exalta mucho en el ágora o plaza pública, pero que se entiende poco en su real significación e impacto social, y se valora en muy poco cuando de salario efectivo y real se trata. ¿Quién de nosotros no ha podido constatar en cabeza propia, lo popularmente apreciado que son tres perfiles ocupacionales, del maestro, del doctor y el sacerdote?

Cuando tenemos la oportunidad de sustraernos de la sofisticada cultura urbana, y más si es metropolitana, para acudir a un villorrio, paraje indígena, ranchería o caserío, los absolutamente infaltables y notables del lugar resultan ser el médico, el maestro o el sacerdote. La vida comunitaria gravita en torno a estas indispensables funciones sociales. Su valor y merecimiento están fuera de duda, al igual que el crédito social que en ellas se radica; pero, lo dije al principio: hoy no pronuncio el acostumbrado panegírico magisterial, que es alabanza pública de todo el pueblo.

Y, desde luego, no lo hago por mezquindad o por pedante autosuficiencia académica, ni tampoco por mera crítica social informada. Me incomoda profundamente constatar el contraste entre la glorificación casi divina del arte de enseñar y los paupérrimos resultados de la práctica-contemporánea en México de la enseñanza-aprendizaje. De manera que el magisterio -en tanto cuerpo de docentes-, la educación tanto la auspiciada por el estado mexicano como por la iniciativa privada, y el sistema educativo entendido como stablishment en el país, quedan absolutamente desfasados y rebasados cuando de evaluar las competencias, habilidades y destrezas terminales de los educandos se trata. Tampoco me interesa referir la culpabilización, explicable desde todo punto de vista, como forma de manifestar la indignación y señalar con índice de fuego a los presuntos culpables. Simplemente dicho, me siento a disgusto entre el afán laudatorio y la crítica descarnada y cínica al evidente fracaso educativo nacional, en cuanto que tal.

Tampoco me consuela aquello de ver el vaso medio vacío o medio lleno. Desoladora situación que me hace evocar un didáctico discurso pronunciado por Carlos Fuentes, en el acto inaugural de un coloquio internacional sobre Desarrollo Social, que presidía el entonces secretario Luis Donaldo Colosio Murrieta, en el que brillantemente expuso la apretada síntesis de una analogía inspirada por el humanista del siglo XV, Pico della Mirandola (Ferrara, Italia, 24 de febrero de 1463 – Florencia, 17 de noviembre de 1494). En breve, nuestro orador pronunciaba: El hombre que se siente a gusto en todas partes, es un hombre imperfecto; el hombre que se siente a gusto sólo en algunas partes es un hombre en vías de perfeccionamiento; y el hombre que se siente a disgusto en todas partes es un hombre que ha llegado a la perfección.

La moraleja de tal analogía resulta implacable, quienes se sienten a gusto o tratan de justificar el actual estado de cosas del sistema educativo nacional evidencian su crasa y supina imperfección; quienes atinan en pronunciarse a favor de unas cosas sí y de otras no respecto de los resultados esperados durante décadas -digamos el periodo postrevolucionario- sobre el state of the art en materia educativa del país, muestran un grado de sensatez que los pone en vías de un razonable perfeccionamiento. Y aquellos que se sienten profundamente a disgusto con la calidad educativa básica, intermedia o terminal de los mexicanos, están abriendo al país la nueva vía de la perfección. Y no porque ya esté dada, sino porque implica atreverse a sentir lo que Jean Paul Sartre identificaba como la náusea existencial.

Tenemos que sentir el horror al vacío, que no es sino la manifestación del absurdo, que se puede experimentar cuando ves cara a cara el sinsentido de tolerar y continuar el actual estado de cosas. Tenemos que sentirnos vitalmente agraviados por el colosal fracaso de una educación que no sólo está enajenado a nuestras hijas e hijos, sino que los torna incapaces e incompetentes para afrontar los retos existenciales que les impone un mundo globalizado, sometido a la hegemonía absoluta del mercado capitalista dirigido por los países centrales del planeta Tierra. Tenemos que atrevernos a romper con el patrón de sabernos y sentirnos víctimas de la cruel avaricia y avidez que ejercen los poderosos para diseñar e imponer el mundo que ellos deciden construir. A nosotros toca la tarea de convertir nuestro profundo disgusto, en la pavimentación de la nueva vía de la perfección, precisamente por el poder re-generativo de la educación.

Hay que darnos permiso de sentirnos profundamente incómodos y a disgusto con tal estado de cosas. Si permitimos que prive la complacencia, la excusa, la irracional posposición del futuro que anhelamos, la evasión etnocéntrica del pues así somos y declararnos patológicamente hijos del mañana que nunca llega, nos haremos merecedores del destino manifiesto que otros, con gran audacia y atrevimiento, están fraguando, día con día en sus think tanks o en sus war rooms.

En pocas palabras, tenemos que atrevernos a descubrir el vértigo de sentirnos a disgusto en todas partes, sobre todo con lo que pasa en el sistema y los procesos educativos fallidos, pues lo que está en juego es el tiempo que rige el movimiento del cambio social, de la acumulación de décadas que toma una transición histórica; finalmente, de la aceleración o lentitud sujeta a la pesada densidad de los hechos sociológicos. En suma, no podemos permitirnos la caída al precipicio de generaciones enteras, como si tal cosa. Hay que poner nuestro reloj al tiempo del transcurrir global, y ello sólo ocurrirá cuando al unísono estemos todos francamente a disgusto.


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