El domingo hubo elecciones. No fuimos testigos de la tradicional parafernalia y movilización que por lo general se da cuando hay elecciones ciudadanas, más bien el PAN reeligió a su presidente Gustavo Madero -pariente de aquel Madero asesinado por allá en los mil novecientos junto con Pino Suárez. Fue una elección que se asume democrática y a partir de las bases que integran ese organismo político, el domingo salieron a votar para elegir no sólo a su dirigente sino los futuros próximos de las elecciones federales y de los estados en los próximos tres años.
No cabe duda que en el ejercicio democrático como en cualquier proceso humano, siempre hay los indeseables -las fricciones que resultan del choque de fuerzas- y que pueden ir de los revanchismos lógicos de dos propuestas antagónicas, hasta las costumbres políticas que arraigándose en la vida partidista, aceleran y encarecen un proceso democrático que no acaba de madurar
En efecto, la democratización de los partidos políticos en México, no es tanto una necesidad de los propios entes políticos, como un derecho de sus militantes. Es más, el derecho de los militantes ha de quedar por encima de los intereses del partido, para que éste a su vez se fortalezca. Un partido que no tiene procesos democráticos, corre el peligro de que las costumbres autoritarias lo dominen por completo. Pero, por el otro lado, el partido que democratiza todo, hasta el color del papel del baño, corre el riesgo de la inoperancia que surge de la falta de liderazgo en la operación básica mínima. Los equilibrios lógicos van de acuerdo a quien esto escribe, a procesos casuísticos y estratégicos. Pero de que hace falta democracia al interior, sí.
En el camino de la democracia mexicana, siempre hay esta disyuntiva en que en un momento determinado, los contendientes sacan los trapos del otro a relucir. Luego entonces, de ser una contienda madura y de convencimiento, pasa a ser un asunto meramente mercadológico y de saliva con pinole: de una plataforma política y propuesta ideológica, a un evidenciamiento de las pobrezas humanas de los integrantes de una fracción.
En el anterior IFE, hoy INE, se pueden observar algunos derechos de los militantes de los partidos políticos:
“… la participación directa o mediante representantes en las asambleas generales; la calidad de elector tanto activo como pasivo para todos los cargos del partido; la periodicidad en los cargos y en los órganos directivos; la responsabilidad en los mismos; la revocabilidad de los cargos; el carácter colegiado de los órganos de decisión; la vigencia del principio mayoritario en los órganos del partido; la libertad de expresión en el seno interno…”
El debate de la democracia interna de los partidos, no puede quedar entonces, en la superficialidad de las campañas de mercadotecnia. No en un logo llamativo o en eslogans que cumplen con una arquitectura del lenguaje o de la sicología del consumidor. La democracia interna tiene que ser el elemento disipador de las dudas de la democracia en general. Pero en la realidad, para nadie es secreto que por el contario, las costumbres de la democracia externa se transmiten como tatuajes epidérmicos: compra de votos, mensajes de texto llamando a la pasividad, fotografías de eventos indiscretos, taxis a todo lo que dan durante el día de la elección, y una serie de mitos y realidades que se presentan luego también en las elecciones internas de un partido. Al argumento de alguno sobre “es mejor eso que nada” quizá la razón le acuda al conformismo, pero hay que ser concretos: no sólo los partidos, que como proceso de elección tienen procesos democráticos -perfectos o no-, sino a todos los partidos les hace falta democracia interna, porque en ella se refleja la democracia que la sociedad en general necesita, y esa democracia está urgida de ciudadanos enterados, que acuden a votar por sus convicciones, más que por componendas paralelas a los procesos electivos.
Ni siquiera me he referido al asunto de los derechos humanos (políticos) de los ciudadanos, en el sentido de asociarse y poder ser elegidos o el derecho al sufragio. Este es un asunto de derechos pero más de obligaciones. El candidato perdedor en la elección de ayer, Ernesto Javier Cordero Arroyo, dijo una frase para la reflexión luego de aceptar la derrota ante Madero: “no me enfrascaré en una batalla legal, lo que el partido necesita es una batalla ética”. Y con ello queda expuesto, al menos, que las costumbres de que le he hablado, quedaron inmersas en el proceso de elección de presidente de ese organismo político. Pero más allá de eso, queda también claro, que lo que sigue urgiendo hoy para todos los partidos y el mismo sistema político mexicano, es tener esa batalla ética y, por supuesto, ganarla. De nada sirve saberse la teoría si no la ponemos en práctica.
Sigo aplaudiendo los procesos democráticos internos en los partidos políticos. Sí, son desgastantes, son muchas veces un pleito de vecindad, y pueden parecer un montaje ante una realidad previamente negociada. Pero ante eso, no podemos dar marcha atrás: los partidos necesitan la democracia, como la sociedad necesita de partidos competitivos, profesionales e incluyentes. De otro modo, esta democracia mexicana se va a dar sólo en la medida de quien posea el mayor presupuesto para convencer a los votantes.
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