Pues no: no me gustan las moralejas en los libros porque siento que hacen más daño que bien. Por un lado, uniforman la experiencia: obligan a los lectores a “entender” lo mismo, cuando en realidad cada uno podría sacar sus propias conclusiones. Un ejemplo: alguna vez nos pusieron a leer El Principito a mí y a mi hermano y luego nos pidieron que escribiéramos nuestra opinión del libro. Yo, que tendría unos nueve años, hablé entonces de los adultos que no entienden nada (ya estaba como Sor Juana, echándole redondillas a los adultos necios que acusan a los chiquitines sin razón) y de que uno de niño se ríe de ellos cuando son ridículos como el vanidoso o el borracho o ilógicos como el farolero o el rey. También escribí que si me regalaban una rosa la iba a cuidar mucho, pero que mejor quería un gatito. Mi hermano, en cambio, tenía seis años y escribió que El principito era como Buck Rogers en el siglo XXV, que recorre el universo y encuentra mundos diferentes y raros y que al final se regresa a su planeta pero le deja al aviador el gusto por las aventuras. Muchos años después, platicando del libro, mi hermano dijo que la verdadera conclusión era que las novias, representadas por la rosa, eran muy caprichudas y que era mejor no encariñarse con una sola, mientras que yo dije que no, que el chiste era domesticar a los novios, como al zorro, para que no pudieran vivir sin una… ¿Se imaginan qué aburrido si al final del libro hubiera venido, en letras grandes y rojas, el letrerito de “Moraleja”, con la idea que tuviera algún lector amargado o moralino acerca de lo que se debe aprender del libro de Saint-Exupéry?
Pero, además de esa homogenización de la experiencia, hay otro problema con las moralejas: le quitan la parte gozosa al texto al convertirlo en una enseñanza, algo útil y práctico, necesario e insípido, como el aceite de ricino. ¿Quién come papas a la francesa porque el almidón es una importante fuente de energía para nuestro cuerpo y la sal ayuda a regular el ritmo del corazón? Obvio, nadie. Las comemos porque son riquísimas y, maravillas de la naturaleza, da la casualidad de que son buenas para nuestro cuerpo. Igual pasa con las mejores lecturas: primero que nada, nos quedamos con ellas porque nos dan placer, y si encima sacamos alguna enseñanza de ellas, ¡buenísimo! Pero definitivamente funciona más bonito si la enseñanza la sacamos nosotros en vez de que nos las impongan.
Sin querer hacerme la muy muy, me atrevo a afirmar que estoy segura de que Edward Gorey pensaba como yo en ese tema. Y por eso les quiero recomendar ahora su colección La fábrica de vinagre, que lleva el subtítulo de Tres tomos de enseñanza moral. Para quienes no estén familiarizados con Gorey, les cuento que es, sin duda, uno de mis artistas favoritos. Escritor e ilustrador norteamericano, debe ser una de las influencias más poderosas de Tim Burton. Sus dibujos lo hicieron merecedor de muchos premios, y gente como Hermann Hesse y Max Ernst eran sus fans (y no se lo deben perder, añado yo). Durante mucho tiempo fue muy difícil de encontrar en español pero, por suerte, ya están traducidas varias de sus obras (aunque si leen en inglés, denle mejor un llegue en ese idioma, porque muchos de sus textos son en verso y con juegos de palabra que suelen perderse en la traducción), incluyendo, claro, La fábrica de vinagre, que nos llega gracias a la editorial Zorro Rojo en tres libritos de pasta dura, delicados y hermosos: Los pequeños macabros, El dios de los insectos y El ala oeste.
El primero, Los pequeños macabros, se burla sutilmente de los libros que tienen como fin enseñar el abecedario: “A es de Abeja, B es de Burro, C es de Camello…” y de los que buscan sembrar la buena educación mediante el miedo: “El niño que no se quería bañar se convirtió en cochinito; la niña que desobedeció fue tragada por la tierra…”. Cada página es dedicada a una letra del alfabeto mediante una forma de morir y una ilustración de la misma. Todas están protagonizadas por niños pequeños. Contra lo que podría pensarse tras mi pobre descripción, la combinación es de un humor negro adorable. El segundo libro, El dios de los insectos, cuenta lo que le pasa a una niña que acepta dulces de un desconocido (que el desconocido sea un insecto gigante le da el giro surreal que lo vuelve único); y el tercero, El ala oeste, es enigmático y silente: sólo son ilustraciones, ideal para disfrutar por horas de la belleza oscura de los dibujos de Gorey, para que cada lector se invente sus propias historias de terror, o para que decida sus propias, personales moralejas.
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