Hace muchos años, cuando visité por primera vez el Museo de Cera de la Ciudad de México, pude ver uno de los horrores que sólo conocía en mi imaginación: la novia emparedada. De niña me contaron la leyenda, aunque ahora sé que era una de tantas, ya que existen muchas novias tras los muros en distintos países del planeta. No me extraña, el castigo a las hijas desobedientes y a las mujeres adúlteras resulta ejemplar en nuestros siglos de patriarcado. Pero no voy a hablar sobre equidad; prefiero que recreen la imagen de la mítica mujer asesinada que luce su vestido de encajes y su tul enmohecido tras el que oculta un rostro mal momificado. Aunque aquella figura de cera, inmaculada, fue ultrajada años después por algún “creativo” al incrustarle un estúpido aliencito que salía de su esternón.
Pero la imagen original explica, de forma contundente, por qué usaré siempre la palabra sándwich y nunca la de emparedado, además del hecho de que es una costumbre lingüística por nuestra cercanía al imperio. No me interesa rescatar el vocablo castellano: en resumen, me niego a devorar al novio de la emparedada.
Aunque bien mirado, las rebanadas de pan de caja sirven para emparedar embutidos, quesos, verduras, ensaladas y hasta rajitas de jalapeño. Bien podrían ser un memento mori apetitoso. Pero, insisto, me hace recordar las muertes trágicas de muchas mujeres, víctimas de los cánones irracionales derivados de eso que llaman honra.
Lo sé, el emparedamiento no sólo fue castigo, también se empleó para ocultar secretos o apuntalar la superstición. A los bebés nonatos, pero también a los ya nacidos, bastardos, se les emparedaba en los túneles ocultos de claustros y conventos. No es una leyenda, por desgracia. Como tampoco lo son los cuerpos de hombres, mujeres y niños que fueron sepultados tras los muros o bajo los cimientos de las construcciones, por la creencia de que esa vida ofrecida le daría fuerza a la edificación, para que no cayera nunca. Así el afán de creer que algo o alguien alcanzará la inmortalidad. Así nuestra arrogancia que sólo oculta nuestro miedo primigenio hacia la muerte.
Existen otros emparedados célebres, tan trágicos como la novia de las leyendas. Uno habita en un cuento de mi autor más querido, E. A. Poe. Recomiendo la lectura de El Barril de Amontillado. Me gusta imaginar que, tras los muros de un mundo paralelo, Fortunato y la novia emparedada se encuentran, se enamoran y viven felices por siempre en esa eternidad de polvo, moho y telarañas, pero felices al fin. Jamás devoraría su felicidad, por eso muerdo un sándwich y nunca un emparedado o emparedada.
Pero pasemos a cosas más vitales sobre el sándwich y el pan de caja. El consumo de trigo aumentó gracias al pan de caja. En México, el producto por excelencia era el Pan Ideal que sería sustituido por nuestro conocido pan Bimbo que llegó para quedarse en 1945. Originalmente el pan estaba envuelto en papel celofán con un osito blanco impreso. Fue desde los años setenta cuando se empezó a usar la envoltura de polietileno. Como en muchos productos, la marca ha pasado a ser el nombre genérico: decimos pan Bimbo y ya no pan de caja. Cabe señalar que el auge del pan de caja en América se debe al invento de Otto Frederick Rowedder, quien ideó una máquina que no sólo rebanada el pan, sino que lo empacaba.
También podría decir que elijo el término Sándwich por su leyenda, que es más lúdica, textual. Cuentan que John Montagu, conde de Sándwich (1718-1792), adicto al juego, ordenaba comidas rápidas que pudiera engullir sin necesidad de levantarse de la mesa de juego y así no abandonar la partida. Su asistente le servía rebanadas de pan repletas de embutidos, carnes o quesos. No fue un invento, sólo el acto de poner de moda la función ancestral, que ya he mencionado en otras minutas, del pan: la de plato y cubierto. Pero la denominación es el logro de dicho jugador empedernido. Nuestro sándwich terminó por cobrar su forma definitiva con la llegada del pan de caja. Por lo menos en América, pues el sándwich europeo suele emplear otros tipos de pan.
Aunque hoy en día existen variedades del pan de caja, en lo personal sí disfruto más el sabor ácido de un centeno, el amaderado de un pan negro o el de la santidad de los bolillos y las teleras de una panadería tradicional.
Si el pan de caja, originalmente bastante insípido, tuvo éxito, no me sorprende que el bagel ahora invada las mesas, aunque lo diré hasta el cansacio: el bagel es un pan sin alma. Claro, por ello es ideal para acompañarlo con sabores fuertes, como los del salmón ahumado y las anchoas; siempre y cuando no olvidemos humedecer su falsa miga con alguna untuosidad, como el queso crema, la mantequilla o la mayonesa.
En gusto se rompen géneros y se llenan las estanterías. Basta entrar a un supermercado y localizar el pasillo de panes y galletas para encontrar formas, colores, diseños, gramajes, calorías, gluten, no gluten, arroz, maíz, trigo, centeno y hasta nopal. Todo esto podemos encontrarlo encima de los estantes. Podemos elegir lo que sea, claro, si el bolsillo lo permite. No veo por qué osaríamos quedarnos con uno solo. La maravilla es pensar en el origen de cada pan, la historia que hay detrás de ellos, los países, los continentes y las nuevas historias que nos pueden brindar. Cómo los acogeremos, cómo los transformaremos, qué nuevos sabores ofrecen. Es como una Torre de Babel venturosa en la que se habla el mismo idioma: el del cereal.