Unos meses después del estallido de la crisis económica en los Estados Unidos, Francis Fukuyama y Seth Colby se preguntaban, con un tono que no negaba su desencanto, si no había llegado ya el tiempo para dilucidar y confrontar la responsabilidad de los economistas por promover ideas que, dadas la contundencia de las evidencias, resultaron no sólo erróneas sino también peligrosas. En su opinión, la profundidad e impacto de la crisis no puede explicarse en su integridad sin tomar en cuenta el apoyo intelectual y técnico que los economistas aportaron en las últimas décadas a la puesta en práctica de aquellas políticas económicas -sobre todo las asociadas a la desregulación de las actividades financieras- que justamente precipitaron el advenimiento de la crisis.
Los economistas mexicanos, o al menos una buena parte de ellos, pueden mirarse en ese mismo espejo. Su responsabilidad en la difusión y preeminencia de ideas erróneas y peligrosas en torno al crecimiento económico del país no parece menor a la hora de tratar de explicarnos los motivos del desempeño tan decepcionante que en esta materia ha mostrado el país en los últimos treinta años no sólo en comparación a lo observado en otros países de similar tamaño, sino también, y sobre todo, en contraste a lo que había sido su propia trayectoria histórica.
Los datos son, desde luego, inequívocos: mientras que de 1960 a 1970 la tasa de crecimiento del Producto Interno Bruto (PIB) en términos reales fue de 6.5%, de 1980 a 2003 fue de 2.6% y de 1996 a 2003 de 3.5%. En este sentido no es sorprendente, aunque sí muy irritable, ver que la actual discusión sobre el estado de la economía del país se centre en si se ha ingresado o no a una fase de recesión o, en el mejor de los casos, en qué tan severos han de ser los ajustes (a la baja en cualquier escenario) en cuanto a las perspectivas de crecimiento para este año.
Hay aquí, desde luego, algo más que una presunción en cuanto a la incidencia de las ideas erróneas o abiertamente peligrosas en el desempeño económico del país. Jaime Ros, uno de los pocos economistas mexicanos que vale la pena seguir, ha mostrado más que persuasivamente en uno de sus más recientes libros, Algunas tesis equivocadas sobre el estancamiento económico de México (Colegio de México-UNAM, 2013), cómo el estancamiento económico de las últimas tres décadas no es ajeno en absoluto a las ideas o paradigmas que han regido el diseño, puesta en práctica y evaluación de la política económica en ese lapso. Las ideas importan nos dice Ros, e importan a tal grado que, de acuerdo a su análisis, lo que más dificulta el tránsito hacia un crecimiento sostenido no son tanto los intereses creados, las inercias o disfuncionalidades institucionales o las fallas o inmadurez de los mercados, como la prevalencia de las “ideas que inspiran un diagnóstico equivocado de la realidad.”
Es la prevalencia y persistencia de una visión errada, de un diagnóstico equívoco sobre el funcionamiento de la economía mexicana lo que lleva a que la agenda de crecimiento -con su consecuente ascendencia en las políticas públicas y en las expectativas de los agentes económicos, en especial entre las élites económicas y políticas- se concentre en aspectos que, según toda evidencia, no son aquellos que darán paso a una recuperación sostenida. Así, ¿cuáles son estas ideas? ¿Cuál el diagnóstico que se desprende de ellas?
Ros revisa en particular las nociones de que el estancamiento económico se explica por la ausencia de reformas estructurales (en esta hora, las reformas microeconómicas), a la profundidad de las fallas institucionales o bien a una combinación tóxica de ambos hechos. A partir de un examen riguroso y con la evidencia empírica necesaria, lo que encuentra Ros es que estas nociones no sólo no explican adecuadamente el lento crecimiento de la economía (en buena parte por la carencia de solidez empírica) sino que, además, resultan peligrosas, toda vez que fundamentan la puesta en práctica y continuidad de políticas que han mostrado su baja efectividad para rencauzar el crecimiento del país.
Los principales fallos que Ros advierte en estas nociones son dos. El primero es que “dejan de lado lo principal”, que es el hecho de que si la productividad del país, y por ende el producto, no crece a una tasa suficiente no es tanto por los incentivos a la informalidad, las rigideces del mercado laboral, la falta de competencia en los bienes y servicios no comerciables internacionalmente, la baja calidad de la educación formal o las innumerables fallas institucionales, sino más bien por ser “resultado del lento crecimiento de la economía”. Es decir que, el diagnóstico prevaleciente invierte la causalidad entre productividad y crecimiento y en el camino ha pretendido ubicar una serie de disfuncionalidades en los mercados que serían responsables del bajo desempeño económico.
El segundo gran fallo es que al amparo de estas nociones se ha establecido como un principio inamovible e incuestionable, como un dogma, vaya, el que la “política macroeconómica sólo puede contribuir al crecimiento mediante el control de la inflación” llevando así a que la orientación que se ha dado en estos años a estas políticas sea la “causa fundamental del lento crecimiento”.
Ante este panorama Ros, sintetizando lo que en un libro previo expuso, junto con J.C Moreno-Brid, de manera más extensa y detallada, Desarrollo y Crecimiento en la economía mexicana. Una perspectiva histórica (FCE, 2010), ofrece un diagnóstico que en su opinión explica de manera más solvente el estancamiento del país. En su diagnóstico los elementos centrales son tres: la caída de la tasa de acumulación de capital (debido sobre todo a la reducción de la inversión pública), la orientación pro-cíclica y regresiva de la política fiscal y la rigidez de la política monetaria acompañada de una continua apreciación cambiaria. En consecuencia, si deseamos recuperar la senda de crecimiento sostenido es urgente rediseñar de manera integral el contenido y alcances de la política macroeconómica. Elevar la inversión pública (infraestructura, educación, política social) a partir de una reforma fiscal redistributiva y anti-cíclica y gestionar una política cambiaria que evite la sobrevaluación del tipo de cambio e introducir una política monetaria también anti-cíclica que reconozca que la estabilidad no sólo es consistente con diferentes escenarios de configuración de los precios relativos sino también que es más creíble en un contexto de crecimiento que de recesión o bajo crecimiento.
El mensaje es, entonces, si queremos crecer, debemos modificar la política económica. Ello, desde luego, no supone de ninguna manera, que la propuesta de Ros deba ser entendida como una alegato en contra de las reformas microeconómicas en curso ni de la necesidad de no reducir las muchas disfuncionalidades institucionales que distinguen a la economía mexicana, pero si es un fuerte llamado de atención a lo poco razonable que es esperar que la recuperación del crecimiento se dé a partir de estas reformas y en cuanto a que es ya impostergable modificar la agenda de crecimiento del país e introducir una política económica concentrada deliberadamente en “generar un círculo virtuoso entre alta inversión, crecimiento de la productividad y fortalecimiento de la competitividad en los mercados internos y externos”.
La clave para empezar a dar este giro reside en reconocer que las ideas importan y que, por honestidad intelectual y salud pública, es indispensable poner en cuestión las ideas dominantes, sobre todo cuando se han convertido en un peligro público. Sea por el peso de las inercias ideológicas, nuestro arraigado anti-intelectualismo o por la mera pereza, el caso es que con frecuencia temeraria tendemos a menospreciar un hecho de la mayor importancia: las ideas realmente importan.
E importan, como bien lo ha mostrado el prolongado estancamiento económico del país, tanto por su ascendencia directa en la conducción económica de un país, como por su impronta en la conformación del debate público en la materia. Una sociedad democrática no puede darse el dudoso lujo de omitir una y otra vez las ideas o paradigmas con que se pretende entender y gobernar su vida económica. Como bien lo señalan los mismos Fukuyama y Colby, es en ausencia de un sólido sistema de contrapesos intelectuales que las ideas erradas y peligrosas tienden a propagarse con extrema facilidad tanto en el campo de los profesionales en la materia como en la plaza pública y en los salones u oficinas donde se toman las decisiones. El libro de Ros es, en este sentido, uno de los mejores contrapesos con que contamos ahora para confrontar el excesivo peso de aquellas ideas, que a pesar insuficiencias e ineficacia, insisten en hacer del crecimiento económico más una fase de excepción que una modesta regularidad.
Fuentes. El ensayo de Fukuyama y Colby es What Were They Thinking? y fue publicado en la edición del 1º. de septiembre de 2009 de The American Interest. Los datos del PIB real provienen del libro de Ros.