Cuando iba en primero de secundaria me dejaron leer La navidad en las montañas, justo para las vacaciones de navidad. En las poco más de dos semanas que nos daban, supuestamente para descansar, teníamos también que hacer cerros de tarea y, por si fuera poco, leer ese libro que no se me antojaba ni un poquito. Ah, pero se pone peor la cosa: había que leerlo y hacer un “análisis de lectura”, que de análisis no tiene nada, porque consistía básicamente en copiar la biografía del autor, hacer un breve resumen de la obra, señalar a los personajes principales y secundarios y, horror, explicar cuáles eran los valores que nos dejaba la lectura.
Yo odié La navidad en las montañas antes de empezar a leerlo. Odié el apellido Altamirano. Odié a la literatura mexicana del siglo XIX y odié, por supuesto, a mi maestra de español. Todo antes de llegar a casa el último día de clases antes de las vacaciones. Y miren que yo era una chamaquilla lectora. Cuando me impusieron ese libro ya había leído Las montañas de la locura y otras historias con montañas, incluido El Hobbit y El Señor de los Anillos. Así que no era que me espantara la extensión del libro, que no era tan grande, ni el lenguaje decimonónico o la posibilidad de una trama complicada. De hecho, más que espantada estaba yo muy enojada. Me parecía una enorme grosería eso de que nos impusieran lecturas para las vacaciones y que, para colmo, nos dijeran exactamente cuáles debían ser.
Me acuerdo que llegué a la casa echando chispas, lista para pelearme con quien se me pusiera enfrente. Mi mamá se dio cuenta de inmediato y me preguntó qué mosco me había picado, que en vez de estar feliz por las vacaciones estaba de ese humor de los veinte mil diablos. Le conté, haciéndome la víctima, con la seguridad de que se iba a poner del lado de la maestra: pues lo lees y haces el trabajo que te dejaron, ¿qué te cuesta?, pensé que me iba a decir. Pero, oh sorpresa, mi mamá se indignó… contra la maestra. Recuerdo que dijo que qué falta de imaginación de la maestra: nada más porque son vacaciones de navidad eligió el primer libro que se le ocurrió que lleva la palabra navidad en el título. Estuve de acuerdo pero, como ya estaba instalada en mi rol de víctima, tenía que seguir sufriendo, así que le pregunté qué haríamos: si no lo leía me iban a reprobar, nunca terminaría la secundaria, acabaría de teporocha viviendo debajo de un puente o algo así. Me dijo que no, que me lo cambiaba: que eligiera yo otro libro y lo leyera y que ella se encargaría de leer La navidad en las montañas y de hacer el mentado análisis. Para escoger le pedí ayuda a mi papá y él me recomendó una novela de espías en la Unión Soviética. Desde que me contó que trataba de científicos atrapados en campos de trabajo forzado y de cómo los obligaban a crear inventos ultra tecnológicos para espiar a otros científicos que todavía estaban libres, decidí que ese era mi libro de vacaciones. Fue buena idea, porque estaba emocionantísimo, más que película de James Bond, y como se me acabó muy rápido, me pude leer otro libro, creo que uno de Sherlock Holmes (que no me gustó tanto, pero que no estuvo mal). Cuando acabaron las vacaciones, mi mamá me hizo leer con atención el reporte de lectura que me había hecho en su máquina de escribir electrónica (una chulada que nunca me prestaba) y hasta dejé de odiar un poquito a Altamirano.
Años después, en la universidad, me impusieron leer El primer círculo, de Alexander Solzhenitsyn. Tenía que hacer un análisis crítico que no difería demasiado de los controles de lectura de la secundaria. Llegué a casa de pésimo humor y me quejé con mi papá: me dejaron leer un libro que pinta fatal, ha de ser una de esas novelas rusas gordísimas y aburridas, dice la maestra que es de un premio Nobel y que es una denuncia del totalitarismo y de cómo éste influye en la gente. Puaj. Y mi papá nomás levantó la ceja y me preguntó: ¿pero no es el que leíste cuando te habían dejado el de Altamirano? No podía ser. ¿O sí? Corrí al estudio, saqué el libro de espías y, por primera vez, me fijé en su autor. Vaya, sí era. Así que lo releí con gusto, le entendí más cosas y supongo que hice el análisis correspondiente. Ahora no sé qué pensar: ¿el problema será mi actitud ante las imposiciones, o la manera en que algunos profesores vuelven aburrida la lectura desde que el modo en que la encargan a sus alumnos? Lo pensaré mientras leo La navidad en las montañas.
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