“Estado de derechismo” es como Carlos Bravo Regidor bautizó hace tiempo a esa extraña visión del Estado de derecho en la que conviven la búsqueda de la “mano invisible” en la economía y la de la “mano dura” en la cuestión social. Al hacerlo, no sólo introdujo a nuestra conversación pública un fenómeno global hasta entonces poco discutido en México sino que señaló uno de los productos culturales más acabados del calderonismo.
Pienso en ello tras leer el magistral libro de Bernard E. Harcourt, “The illusion of free markets: punishment and the myth of natural order” (2011), dedicado precisamente a desentrañar esa afinidad histórica, de entrada contradictoria, entre el laissez faire en la economía y una política penal intervencionista y moralizada.
Harcourt escribe pensando en una “paradoja americana”: que el 71% de los estadounidenses piense que la economía de libre mercado es la mejor manera de organizar el mundo al tiempo que su gobierno opera el sistema penal más grande y costoso del planeta, que encarcela a 1 de cada 100 adultos.
A partir de ahí, este profesor de la Universidad de Chicago realiza una arqueología de la forma de entender que ha hecho que esta paradoja no sólo no resulte chocante, sino que se haya vuelto el sentido común. A eso es a lo que llama “neoliberalismo penal”, cuya génesis ubica no en los años 70 u 80 sino en el siglo XVIII. En ese entonces, la regulación gubernamental de la economía era considerada fundamental para el bienestar: era un medio para asegurar la provisión de alimentos y bienes de consumo, y por tanto, un prerrequisito para ejercer la libertad. Las esferas de la economía y la administración se superponían a tal grado que en un diccionario publicado en 1758, la definición de “Mercado” se despachaba con una simple referencia: “véase Policía” (mutatis mutandi: “Intervención estatal”). Esto cambió radicalmente cuando el concepto de “orden natural” fue introducido con éxito a la economía por François Quesnay, también en el XVIII. Para él y sus discípulos -los fisiócratas-, la economía se regía por una serie de leyes naturales que producían el mejor resultado posible si les dejaba libres. Toda intervención humana en su funcionamiento resultaba no sólo innecesaria sino perjudicial.
¿Cómo se relaciona esto con la esfera penal y la inédita ampliación que ha sufrido en las últimas décadas? La idea de un orden natural en la economía derivó en una teoría política que combinaba la inacción gubernamental en el comercio con un intervencionismo centralizado y autoritario en todo lo demás: el “despotismo legal”. En esta doctrina, dado que la ley positiva no podía -ni debía- alcanzar los dominios de la ley natural, quedaba separada de la economía. Sin embargo, tras esa frontera, la potestad del Estado para castigar se extendía sin apenas limitaciones. Su objetivo: castigar a los “hombres perversos”, aquellos que no acataban el orden natural librecambista.
Harcourt nos guía a través del serpenteante camino por el cual esta visión de la esfera penal como reflejo invertido del mercado ha perdurado hasta hoy a través de un sinfín de versiones, cada vez más sofisticadas y convincentes, mejor adaptadas al contexto histórico.
Esta forma de entender ha facilitado la expansión de la esfera penal de múltiples maneras: ha minado nuestras resistencias a las políticas de “mano dura”, gracias a la creencia de que existe una “diferencia categórica entre el libre mercado, donde la intervención del gobierno es inapropiada, y la esfera penal, donde es necesaria y legítima”, ha brindado una poderosa retórica a los políticos que quieren llevarlas a cabo, y, al naturalizar los resultados de una forma de organizar la economía favorable a la concentración de la riqueza, ha puesto en marcha dinámicas que también fomentan la encarcelación masiva.
Me detengo un poco aquí: luego de comparar los símbolos de la intervención excesiva y de la libertad comercial (la pólice des grains parisina del siglo XVIII y la Bolsa de Valores de Chicago en los noventas), Harcourt concluye que la regulación está, mal que bien, presente en ambos: que los mercados libres no existen, que si un mercado nos parece libre, como explica Ha-Joon Chang, es porque aceptamos tan incondicionalmente sus reglas y límites que ya no los vemos. Esa ilusión es la que nos impide hacer la conexión entre las diferentes formas de organizar la economía y sus consecuencias distributivas. Nos impide, para decirlo en términos nietzscheanos, dar “una interpretación moral de esos fenómenos”.
En suma: además de posibilitar la ampliación de la población carcelaria a niveles inauditos, el mito del orden natural ha despolitizado a la economía, volviendo impermeables a toda crítica normativa tanto a sus resultados distributivos -que se revisten de un halo de justicia, al supuestamente responder a leyes naturales- como a la forma de regulación que los hace posibles.
Harcourt deja bastantes pendientes: ¿en qué medida está presente la afinidad entre la “mano invisible” y la “mano dura” en otros países? ¿Cómo se relacionaría, por ejemplo, con la guerra contra las drogas en México?
Como dice el autor, su obra es apenas un prolegómeno, un primer paso en el camino para evaluar las distintas formas de organización de los mercados (y de la esfera penal) sin ilusiones ni mitos. No es poca cosa.