Pareciera que el proyecto de separación de poderes y de pluralismo de información fuera bagaje de la derecha latinoamericana; que la democracia liberal de masas, con organizaciones partidarias que procesan el conflicto, fuera un producto de oligarquías conservadoras; que reclamar imperio de la ley, fuera ceñirse a intereses corporativos. Pareciera que el proyecto de democracia iniciado en los años 80 en la región (con sus sueños de salud universal, justicia, educación, y convivencia solidaria) y con garantías de desarrollo de la pluralidad, fuera un anacronismo, superado ya por el nacionalismo popular del siglo XXI. Es desde el horizonte de esa democratización que parten estas notas sobre la democracia venezolana.
La protesta de febrero en Venezuela dividió una vez más a los intelectuales de la región. La línea de separación entre quienes critican y apoyan al presidente Maduro, no es necesariamente la línea que separa a la Derecha de la Izquierda. Pues no es la idea de revolución lo que distingue a la izquierda. Hoy por izquierda, entendemos (desde el gobierno) políticas igualitarias (impositivas, en servicios públicos de calidad, en reconocimientos culturales) que suelen implicar incrementos del gasto social, y (desde la sociedad) movimientos sociales a favor de mayores libertades e igualdad; y por derecha, proyectos y políticas que implican por una parte. poca responsabilidad del Estado frente al mercado, incremento de gastos en seguridad nacional y disminución en seguridad social, y (desde la sociedad) movimientos sociales que cercenan libertades, de discriminación y xenofobia. Muchos ciudadanos apoyan políticas de izquierda, y critican ampliamente al gobierno de Venezuela. En verdad, la gran diferencia de opinión descansa en dos cuestiones: ¿Qué tipo de orden político construir en Venezuela? ¿Cuánto importa mantener y desarrollar la poliarquía? Cualquier respuesta que se dé involucrará estas dos cuestiones. Pues el debate de fondo es si se apuesta por una poliarquía social, es decir, una democracia con todas las garantías institucionales, y políticas activas de desarrollo ciudadano o si, por el contrario, se propone un sistema nacionalista con avances sociales, pero con deterioro de las instituciones democráticas.
La posición nacionalista encuentra sus argumentos en los siguientes hechos. Venezuela es una de las mayores reservas petroleras del mundo y Estados Unidos estaría dispuesto a convertir al país en un nuevo Irak. Respecto de las recientes manifestaciones de protesta, serían ilegítimas por el carácter golpista de la movilización, y además ocurren a sólo dos meses de las elecciones municipales del 8 de diciembre pasado. En esa contienda el presidente Maduro triunfó por alrededor de nueve puntos, en la suma de votos propios y aliados. El líder de la oposición, Leopoldo López (inhibido de ocupar cargos públicos por malversación de fondos), debería continuar detenido por promover movilizaciones masivas que lesionan el orden, y piden la renuncia del presidente. A ello se agregan sus antecedentes conspirativos: participó en el golpe de Estado de 1992, por lo que fue encarcelado y posteriormente amnistiado por el presidente Chávez. Desde la asunción de Chávez y de su irreverente posición, Estados Unidos se habría propuesto su derrocamiento, y aprovecha la actual crisis económica (alto índice inflacionario y desabastecimiento de bienes de consumo) para, a través de la CIA, “encender la mecha” del descontento popular, utilizando a la población en el derrocamiento del popular presidente Maduro. Como puede verse, hay elementos objetivos innegables (Venezuela como potencia petrolera) que, sin embargo, distan de convertirse en base suficiente para la represión de opositores.
Hugo Chávez construyó un sistema de poder carente de vocación democrática. Después de intentar un golpe de Estado contra el presidente Carlos Andrés Pérez, (por el que fue apresado) y del colapso de la clase política venezolana (como resultado de la crisis económica, el Caracazo y la destitución del presidente Pérez), Chávez fue liberado y elegido presidente en las elecciones de 1999. Gobernó hasta su muerte durante 14 años (en 2012, fue reelecto hasta 2019). El sistema nacionalista construido por Chávez, y continuado por su heredero, Nicolás Maduro, se ha caracterizado por un trato hostil hacia cualquier control de sus acciones, y hacia la oposición y la prensa independiente. Las movilizaciones populares lideradas por Leopoldo López se propusieron “La salida”, esto es movilizarse masivamente en las calles para pedir la renuncia del presidente Maduro. Ello se hizo a través de manifestaciones pacíficas, con la presencia protagónica de estudiantes, que sufrieron una dura represión por parte del gobierno, con un saldo de más de 10 muertos. Leopoldo López, fue proscrito como candidato en las últimas elecciones municipales (después de haber sido reelecto en la anterior elección como Alcalde de Chacao, Caracas) por más del 70% de los votos. La prohibición devino de una acusación de malversación de fondos. Sin embargo, López apeló el fallo ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos y fue sobreseído, y ese fallo no fue acatado por las autoridades del país. Menciono estos hechos porque son parte de las múltiples fuentes de (y porque exhiben), la crispación, polarización y exclusiones de opositores.
El deterioro de la democracia política es uno de los sustentos de la inestabilidad política del país, y de las recurrentes protestas. El sistema nacional populista apuesta a la confrontación y a la polarización crecientes. Dos elementos destacan: a. el ataque a los canales del consenso, es decir al sistema de partidos y b. la (dificilísima) institucionalización del liderazgo carismático. Ambas condiciones, si se cumplen, siembran las condiciones de la inestabilidad para fluir por los canales azarosos del conflicto. Por ello, en la historia de la democracia, se contempla como un avance importante de izquierda, la financiación estatal de los partidos. Por el contrario en Venezuela, con la constitución de 1999, sólo existe financiamiento privado de los partidos políticos. Cuando esto ocurre, la política queda en manos de quienes tienen el poder (económico o político). Es decir, se apuesta a la polarización. Es claro que en el sistema nacional populista no se distinguió entre el Estado como institución pública sometida a controles y el gobierno del carisma. Por el contrario, el Estado es parte de un patrimonio del gobernante, justificado por la misión ciclópea del líder carismático a favor de los pobres y de los intereses nacionales. El héroe puede tomarse sus licencias de discrecionalidad y privatización del Estado, porque la salvación de la nación como fin, lo justifica.
En el sistema nacional populista, hay paradojas aparentes. Una de ellas es muy notable, y es que se postula a la democracia sustancialmente como democracia electoral. La elección es el momento del duelo entre adversarios, el momento de la verdad. A partir de un resultado favorable la legitimidad adquirida permitirá al gobierno, nuevos deterioros sobre las instituciones de la oposición, así como trabajar en aumentar sus chances para la próxima elección. Por supuesto, la calidad de ninguna democracia puede medirse sólo por la concurrencia a las urnas, y menos cuando el Estado se esfuerza en crear condiciones crecientemente desfavorables para los competidores. El financiamiento privado de los partidos descansa sobre una concepción no pluralista, con partidos percibidos como oligarquías contrarias a los intereses de los más vulnerables. La hostilidad simbólica y denostación sistemática contra los opositores, exhiben una concepción de un sistema de partidos con un sólo actor legítimo: el gobierno, lo otro son movimientos fascistas, de traición a la patria: la ilegítima oposición.
La inestabilidad política venezolana fue producida con la reelección indefinida, que Chávez logró a través de una enmienda a la Constitución en el referéndum de 2009. Y en octubre de 2012 el presidente Chávez fue reelecto hasta 2019. De no haber fallecido hubiera cumplido, al terminar el período (y seguramente reelecto), 20 años en el gobierno.
La visión hegemónica busca su legitimidad en las políticas sociales de izquierda. No discutiré en esta sede cuánto son de izquierda las políticas del gobierno. Lo cierto es que izquierda/derecha constituye un eje (y sólo un eje) de conflictividad (entre las variadas dimensiones de la compleja política contemporánea), muy diferente del eje democracia/autoritarismo. Admitamos lo elemental: hay derechas democráticas y derechas autoritarias, hay izquierdas democráticas e izquierdas autoritarias. ¿Cuánto puede una identidad política de izquierda legitimar el autoritarismo? Esto se discutió intensamente en la primera mitad del siglo XX, cuando parecía que el modelo de desarrollo económico debía priorizar la soberanía nacional por sobre un régimen democrático con Estado de derecho. ¿Cuánto justifica una política de izquierda el deterioro (y a la larga el sacrificio) de la democracia? Simplemente, en nada. Con Estados naciones consolidados, hoy la democracia es el valor primero, el valor innegociable. Esta discusión pareció superarse en los años 80 con las democracias instauradas en el Cono sur, atacando como nunca antes, el autoritarismo militar, pero simultáneamente diferenciándose de los regímenes populares de los años 70. Iniciaba una nueva era con la valoración de los derechos humanos y garantías de tolerancia y convivencia de la oposición. No nacieron grandes democracias. A pesar de grandes pretensiones, nacieron democracias carenciadas de mayor igualdad y de más libertades. Sin embargo, hoy advertimos, fueron democracias bien soñadas (y las sociedades de entonces vivieron y apostaron por esos sueños) con ciudadanías plenas, desarrollo de la agencia y justicia social. Venezuela debe ser discutida, abierta y apasionadamente, porque es una forma de discutir sobre los horizontes de las democracias de la región.