Según el Manual de Carreño, “llámase urbanidad al conjunto de reglas que tenemos que observar para comunicar dignidad, decoro y elegancia a nuestras acciones y palabras”. Sin embargo, la mayoría hemos hecho a un lado muchas de las recomendaciones del decimonónico escritor venezolano y entendemos los elevados contenidos que la etiqueta pretende transmitir más en relación con el ejercicio de derechos fundamentales que con cumplidos para muchos en desuso.
Las consideraciones prácticas sobre las que fincamos relaciones y comunicación han inutilizado los formulismos de ayer, cuya mera omisión hubiera incomodado a nuestros abuelos. La urbanidad actual alude a las normas de convivencia entre los habitantes de una urbe, donde una posible dosis de cordialidad adereza el ingrediente principal: el respeto a las diferencias. Pero el cosmopolitismo, que tiende a reducir las tradiciones locales a estampa folclórica y condimento, también despierta los fervores regionalistas de quienes se resisten a desaparecer. En ciudades como la nuestra, esta confrontación se expresa de muchas maneras. Para fines prácticos, aquí se trata de lo que sucede en los camiones urbanos.
Por múltiples razones, el transporte público urbano representa uno de los ambientes más interesantes para observar nuestras urbanidades. Si la autoridad estatal responsable de vigilar el correcto funcionamiento de este servicio se hace de la vista gorda, el comportamiento de los usuarios, en cambio, raya en lo heroico, lo que no impide que haya un amplio surtido de malandrines y apáticos para dar sabor y volumen al espectáculo.
Quien haya tomado un camión urbano en Aguascalientes ya conoce las pésimas condiciones del servicio. En los peores casos, a los retrasos e irregularidad en los recorridos se suman las pésimas condiciones mecánicas de las unidades, la suciedad en su interior y las actitudes descorteses de los choferes, desde negarse a aplicar descuentos a estudiantes y hacinar a los pasajeros en el pasillo hasta no hacer paradas, incluyendo poner música a todo volumen, fumar y hablar por teléfono mientras conduce. En este círculo vicioso, la mala calidad del servicio alienta el uso de más automóviles particulares que a su vez saturan las calles, intransitables por los baches que las engalanan.
Ante la imposibilidad de introducir mejoras inmediatas, la gente aprende a convivir en el difícil ambiente de los autobuses o enfrenta los conflictos y paga las consecuencias. La urbanidad aparece desde el momento de subir a la unidad. No todos forman una fila ni respetan el lugar de quien está delante y menos a las personas mayores o con alguna discapacidad. Entre éstas, por cierto, algunas han aprendido a empujar a los demás para ganar un asiento libre, igual que a sacar partido de su lamentable aspecto, sabiendo que la limosna tiene efectos detergentes en la conciencia y el bolsillo de muchos y confiando en que la compasión o la hipocresía impedirán que alguien se aproveche de ellos. Aun cuando nunca faltan vivales que sin remordimientos ni escrúpulos roban a los mendigos.
Asimismo, también se pueden observar hombres que ceden el paso a las mujeres, tanto al abordar como al descender del camión, creyendo apegarse a la más pura tradición galante, cuando en realidad hacen precisamente lo contrario: deben subir primero para no dar la impresión de estar ahí por ver sus piernas, y descender antes para apoyarlas si lo requieren. Ya en el interior del autobús, la confusión llega al tope cuando alguien, queriendo mostrar su educación, se levanta para que alguna señora ocupe el asiento y ella lo rechaza con el argumento de que ya va a bajar, camina hacia la puerta trasera y se detiene junto al tubo donde a veces está el timbre. Pero pasan tres o cuatro paradas y la buena mujer sigue donde mismo, estorbando a quienes sí bajan, en un papel disponible para cualquiera.
A propósito, las masivas proporciones de las aplastantes mayorías en nuestro país convierten la transportación urbana en un deporte de contacto completo. Y en este punto no hay etiqueta que resguarde nuestra integridad. Avanzar a través de tan formidable obstáculo representa un reto digno del competidor más esforzado, pues de nada sirve la fórmula mágica de “con permiso”: los interpelados van en su burbuja sonora con audífonos enchufados y nada saben del entorno; o si nos escuchan, el espacio libre se ha agotado y no hay para dónde hacerse. Esto explica la tendencia a amontonarse junto a la puerta, pues nadie quiere quedarse sin llegar a su destino.
Seguramente esto les importa un pito a los concesionarios del servicio. Mientras sigan recibiendo ingresos, las quejas de choferes y usuarios salen sobrando. Tampoco importan los accidentes provocados por las fallas mecánicas, ni las averías ocasionadas por el sobrecupo. Y en tanto las autoridades permitan semejantes abusos, mantener la convivencia en los límites de la tolerancia seguirá recayendo sobre los usuarios y choferes, únicos y verdaderos héroes de nuestras maltrechas urbanidades.