Felices los que han muerto por la tierra carnal /con tal de que haya sido en una justa guerra, /felices los que han muerto de una muerte solemne, /los que han muerto luchando por un trozo de tierra.
Felices los que han muerto por ciudades carnales /porque ellas son el cuerpo de la ciudad de Dios, /porque ellas son el comienzo, porque ellas son la Imagen, /el cuerpo y el ensayo de la ciudad de Dios.
Felices los que han muerto, porque ya retornaron /a la primera arcilla y a la tierra primera, /Felices los que han muerto, porque ya encontraron /su original figura, su forma verdadera.
Felices los que han muerto, porque ya retornaron /al limo del que Dios les despertara un día, /han vuelto ya a dormirse en aquel Aleluya /que habían olvidado antes de haber nacido.
Felices los que han muerto, porque ya retornaron /a la morada antigua y a la pobre mansión, /han bajado de nuevo a la joven etapa /de donde tan desnudos los arrancara Dios.
Charles Péguy, “Palabras Cristianas”, Selección y traducción de José Luis Martín Descalzo y José Jiménez Lozano, Ed. Sígueme, Salamanca 1966.
Ante dos figuras que se agigantan con su ausencia: José Emilio Pacheco (el 26 de enero) y Luis Villoro (este miércoles 5), del año en curso 2014, nos quedamos en una orfandad de la poesía y del pensamiento mexicano contemporáneo. A ellos les antecedió Charles Péguy exactamente un siglo de historia, murió el 5 de septiembre de 1914, de un balazo en la frente y como soldado subteniente de la República, veinticuatro horas antes de la batalla del Marne. Socialista y cristiano de convicción, a quien los compiladores de fragmentos esenciales de su obra no dudaron en calificar de “padre de la Iglesia”, hijo de albañiles y cristaleros constructores de Notre Dâme.
Es raro, en nuestro país, fusionar la fe cristiana con el mundo de las letras y del pensamiento crítico-académico. Y más aún cantar una elegía a figuras consagradas de la cultura y las artes eminentemente laicas, bajo los tonos de una poesía inserta en la fe religiosa del occidente cristiano. Y, sin embargo, tal fusión impensable se hace posible cuando, tratándose de José Emilio Pacheco y Luis Villoro, su discurrir se hace confluente en la misma ría de fascinación, asombro y temor sagrado ante el Misterio, la eternidad.
Los gruesos titulares de nuestros diarios pintan de luto magno estas queridas y sentidas ausencias del imaginario nacional. Las memorias y los homenajes se desbordan en mansas aguas de la palabra inacabable a las que ellos mismos tributaron su tiempo, sus proyectos, sus futuros, sus sueños, su despertar a la conciencia y su dormir en el silencio.
No sé si fue casualidad que me topé con esos versos de Péguy, pero lo que sí es cierto es que los encuentro como una resonancia que cobra sentido y esperanza, ante desprendimientos y separaciones tan completas y totales como las de nuestros admirados y entrañables compatriotas. El socialismo de Luis Villoro no es tan lejano de aquel del poeta cristiano francés, ni sus versos son tan dispares como estos de Presencia: “¿Qué va a quedar de mí cuando me muera / sino esta llave ilesa de agonía, /estas pocas palabras con que el día, /dejó cenizas de su sombra fiera?” (…) –Ha de borrar de la confusa arena /todo lo que me salva o encadena. /Y si alguien vive yo estaré despierto.” De José Emilio.
Esta proclama de bienaventuranza de Charles Péguy, canta a la tierra carnal en razón de la cual se libró una justa guerra… Nuestros dos ausentes libraron sin lugar a dudas, una justa guerra por la conciencia y la solidaridad, sobre todo de los hijos más desvalidos y desposeídos de ésta su tierra. Convertirse en emblemas de la causa indigenista de México, de los más pobres entre los pobres, hizo dejar las aulas superiores de la academia, para pisar la misma tierra de los caminos de Chiapas, por la dignidad, la paz y la integración nacional de los olvidados, también de los barrios y los mitos urbanos. De ahí la apostilla: porque ellos poseerán la Tierra.
Felices los que han muerto por ciudades carnales… porque ellas son el ensayo de la Ciudad de Dios. Este altísimo tono agustiniano, adquiere dimensiones de catedral, en esa corporeidad que el poeta y el visionario socialista proclama como de grandeza universal. Somos polvo, sí, pero no ese que juzgamos despreciable porque es de los caminos rurales y de las calles sin pavimento, sino polvo de estrellas que viniendo del pasado que estalló en un big-bang de micro-partículas, se expandió infinitamente y creó el tiempo y el espacio que nos habita, que nos proyecta a la existencia, que definitivamente somos y al que irremediablemente retornamos.
Felices los que han muerto… porque ya encontraron su original figura, su forma verdadera. Esta evocación platónica en el sentido pleno de su expresión, hace que la supremacía del espíritu no quede aniquilada en el dolor, la renuncia a la vida o a la libertad para ser. Tampoco es un eterno retorno, sino un apunte proyectado hacia la infinitud que se redescubre a sí mismo eternamente. Hoy somos como la sombra de la imagen completa y a plenitud de la luz que vamos a ser mañana. No somos seres para la muerte, sino entes para la vida inacabable, como decía el clásico Boecio: “Interminabilis vita tota simul ac perfecta posessio” (la posesión perfecta y simultánea de la vida interminable). No basta la tesis del existencialismo ateo, con aquello de que la sobrevivencia si lo es, es en la memoria de las masas, lo demás es negación y silencio. En esto reside la esperanza existencial cristiana, en ser vida más allá de la vida carnal. Y que yo sepa en ambos protagonistas de una vida plena, triunfó la esperanza sobre la decadencia.
Felices los que han muerto… porque (…) han vuelto ya a dormirse en aquel Aleluya (…), Este dormirse para despertar en la luz de la resurrección crística, da sentido pleno a tan vasta obra y afanes de búsqueda auténticamente humana. Se trata de la experiencia liberadora más perfecta, porque es la del arribo a la verdad insistentemente indagada, cuestionada, invocada, anhelada. No gastamos toda una vida para quedar atrapados por el error y el sin sentido, porque haría absurda e inútil toda nuestra existencia, seríamos una pasión sin objeto. El encuentro trascendental con la verdad es lo que nos hace radicalmente libres.
Y por tanto, felices los que han muerto… porque ellos regresan a su joven desnudez. Desnudos nacemos y desnudos morimos. Pero trascendemos la desnudez física, cuando abrazamos como propia la desnudez original de nuestro ser inmortal. Ante la cual, la pregunta que queda: ¿Es don o deuda?